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El primer día del confinamiento, una conocida envió un mensaje masivo para contarnos que había salido a pasear en bici porque amaba la libertad. Me llamó la atención que necesitara comunicárselo a todo el mundo. Más tarde nos explicó que el confinamiento era fascista –una ... frivolidad que solo puede soltar quien jamás ha sufrido el fascismo pero ansía sentirse víctima, mártir, héroe, figurón– y mandó imágenes de ovejas con mascarillas.
En agosto, cerca de Nápoles, cenamos en el bar de un tipo que a los postres se nos desmelenó con el «no soy racista pero» («pero las grandes ciudades están llenas de gente de color», dijo, transparente). Nos reveló que el covid no existe y que en Nápoles ningún chino se había infectado, bien porque ya estaban avisados de la expansión programada del virus o bien porque saben curarlo con su medicina tradicional. Le valía una afirmación y la opuesta, porque esta asombrosa demolición de la congruencia funcionaba al servicio de una sola causa: la elevación de sí mismo ante nuestros ojos. «Sabéis», dijo en otro susurro, «soy el brazo derecho de Pappalardo», es decir, del exgeneral que dirige el movimiento de los chalecos naranjas, que dice que el virus no existe y que se cura con yoga. Nuestro charlatán, efectivamente, se presentó con él a las elecciones europeas. Se le notaba feliz de exhibirse tan especial, tan enterado, tan indomable, como todos a quienes el virus ha agravado esa patología previa: una fuerte inflamación del ombligo.
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