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Un rey babilonio construyó un laberinto tan complejo, con tantas escaleras, galerías y muros, que nadie conseguía salir de él. Engañó a un rey árabe para que entrara y así burlarse de él mientras vagaba. El árabe imploró socorro divino y dio con la puerta. ... Años después arrasó Babilonia, capturó al rey, lo amarró a un camello y se lo llevó al desierto, donde le mostró su laberinto, que no tenía escaleras, galerías, muros ni puertas: desató al rey babilonio y lo abandonó en la arena, donde murió de hambre y sed.
El cuento es de Borges. El laberinto lo conocimos en las arenas infinitas de Tinduf, donde vagan desde hace 44 años los saharauis traicionados por España, expulsados por Marruecos, abandonados por la ONU. Conocimos a una mujer que huyó con 6 años de su ciudad al desierto, mientras el Ejército marroquí bombardeaba a los refugiados y sembraba el camino de cadáveres. A un anciano que perdió los ojos en una nube blanca y ardiente de fósforo. A la entrenadora del Sumud, un equipo masculino que jugaba la final de la Copa saharaui vestido con camisetas de la Real Sociedad (perdieron 3-0). A su delantero que regateaba mucho y solo disparaba de cerca porque tenía doce dioptrías y gafas de seis. Conocimos cirujanos sin medios, artistas ahogadas, discapacitados sin apoyos, estudiantes sin futuro. Un chaval de 15 años, solemne como un ministro, nos dijo que los jóvenes preferían la paz pero estaban dispuestos para la guerra.
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