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Entramos a Pompeya por las termas, decoradas con escenas de sexo oral, tríos, encabalgamientos y mi favorita: un hombre desnudo, de testículos enormes, que lee tranquilamente un libro. Salimos de Pompeya por el anfiteatro, donde unas vitrinas muestran los famosos calcos: las figuras humanas atrapadas ... por la erupción del Vesubio, retorcidas, boca abajo, tapándose la cabeza con los brazos. Del placer al horror, de la juerga al espanto, de Eros a Tánatos, el recorrido por Pompeya te lleva de un extremo a otro de la vida. ¿Y en medio qué?
En medio están los templos, las villas, el foro, los teatros, que impresionan. Pero lo que me conmueve son los huecos que dejó la vida humilde en la piedra monumental: las rodadas de los carros en el pavimento, el recipiente en el mostrador donde el tabernero guardaba las monedas con una mano que casi puedo palpar con la mía. ¡Y los relatos! La humanidad late en las dos cartas que escribió Plinio el Joven, una para contar cómo murió su tío Plinio el Viejo, cuando se acercó a estudiar aquella enorme nube negra que brotaba de la montaña, la otra para explicar cómo sobrevivió él. Cuenta una escena fastuosa: mientras el cielo se oscurece de ceniza, llueven piedras ardientes, las casas se derrumban y las personas se asfixian, él sigue tumbado leyendo un libro de Tito Livio que le apasiona. En los libros encuentro a un amigo, a un tipo de 18 años que en medio del apocalipsis sigue leyendo, como el de los huevos así de grandes.
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