Durante el Mundial de 2018 circuló por las redes un elenco de trece futbolistas con apellidos vascos que participaban en seis selecciones. Con la ilusión de imaginar un equipo vasco entre los mejores del planeta, muchos secundaban esa idea agropecuaria de encuadrar a las personas ... por su genealogía, sin preguntarles su opinión.
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Vi en esa lista a Johan Mojica, jugador negro de Colombia, y recordé mi encuentro en Bogotá con María Eugenia Urrutia. Procedía del Chocó, un territorio selvático con un 82% de población negra, descendiente de los esclavos africanos que el imperio español envió a a extraer oro de aquellos ríos. En la década de 1980, los paramilitares invadieron sus pueblos con un despliegue de torturas, asesinatos y violaciones en masa, para arrebatarles los yacimientos de oro y entregarlos a ciertos oligarcas. Urrutia era una joven negra que asesoraba a mujeres violadas y denunciaba a los paramilitares. Un día la violaron ante sus tres hijos pequeños. Huyó a Bogotá, se convirtió en dirigente de las afrocolombianas desplazadas, la secuestraron, la torturaron, la violaron, siguió denunciando en público. Vivía con escolta. Le comenté que yo era vasco, como su apellido, y me explicó que los esclavos negros llevaban el apellido de su patrón como marca de propiedad.
Volaba Caterine Ibargüen, campeona olímpica en triple salto, y algunos del pueblo de los patronos pretendían apuntarse las medallas del pueblo de los esclavos.
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