El 25 de enero, hablando del coronavirus, el presidente Feijóo dijo: «Los muertos son personas que vivían y que lamentablemente no volverán a hacerlo». Por fin, pensé, una declaración fiable de una autoridad durante la pandemia. El tópico acusa a los gallegos de ambiguos (si ... te encuentras a uno en la escalera, no sabes si sube o si baja), pero en realidad solo afirman aquello de lo que están absolutamente seguros. Hace años paré con la vespa en una gasolinera de Guitiriz (Lugo), pregunté si había algún cámping en el pueblo y la chica del surtidor me regaló una exhibición de prudencia: «Yo no lo conozco, otra cosa es que haya». Un amigo preguntó al bedel de una facultad gallega: «¿Está el profesor Fulano?». Respuesta: «Entrar, entró». Y otra vez, junto a la iglesia de un pueblo: «Oiga, ¿hay misa de doce?». «Hasta ayer la hubo». Tienen una percepción aguda de que en la vida todo es provisional. En Laxe, un pescador jubilado me preguntó adónde iba con la vespa, le dije que estaba dando la vuelta a España y me contestó con la única certeza: «Ah, haces bien. Total, vamos a morir igual». Pero resulta que el 24 de enero apareció en Lugo una anciana a la que habían enterrado el 13 (la muerta y enterrada era su compañera de habitación, pero en la residencia confundieron los nombres y avisaron a la familia equivocada, que once días después encontró viva a su abuela). La única conclusión que saco de la pandemia es que los muertos no vuelven por ahora.
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