Subiendo a la Peña Amaya, una muela caliza en medio de los páramos de Burgos, atravesamos los restos de un castro cántabro. Cuando llegaron las tropas imperiales de Augusto, los cántabros se encaramaron a una fortaleza en la cercana Peña del Castillo, en la que ... aún se aprecian muros de hace dos mil años, trincheras y pasos excavados en la roca. En ese nido de águilas se refugiaron siglos después los visigodos y los castellanos, para resistir asedios moros.

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Más arriba encontramos a un anciano de barbas borrascosas que recogía setas. Se llamaba Joselón y vivía en el pueblo de Amaya, pero nos dijo que subía a diario. «Esas gafas de sol son malas», le dijo a mi amigo J. «La gente que lleva gafas de sol, tatuajes y pendientes vive menos. No son libres. El 80% de la humanidad está atrapada y sucia. Ahora hablan de crisis y recortes: eso es Dios, que está limpiando. Por eso me fui a vivir cuatro años a la peña». Joselón nos señaló la rendija por la que se trepa hasta la cumbre, una meseta rocosa de dos kilómetros de largo. La recorrimos hasta encontrar una caseta de losas apiladas, de dos metros de alto y espacio justo para tumbarse dentro. «Me hice esa cabaña y viví allí cuatro años, salvo los inviernos», nos había explicado Joselón. «Allá arriba es todo limpio y yo me sentía libre». Aquel refugio para salirse del mundo me pareció un instinto antiguo, un ramalazo visigodo; ahora le veo pinta de urbanismo del futuro.

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