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Cualquier balance de la pandemia es amargo (En España 130.000 personas muertas y varios millones afectadas por la enfermedad o la pobreza). En su libro «COVID 19, la catástrofe», R. Horton, editor jefe de la prestigiosa revista médica The Lancet, cataloga la gestión de ... la pandemia como «el mayor fracaso político de las democracias occidentales desde la II Guerra Mundial». Critica la falta de previsión y de acción tras la alerta de la OMS. Se hubiesen evitado muchas muertes. Afirma que todavía se ignora qué pasó en febrero de 2020 porque ningún gobierno ha rendido cuentas. Censura ferozmente la ausencia de comisiones científicas independientes (en Reino Unido se creó una tras un gran revuelo). Resalta la pésima comunicación oficial, confusa, cambiante y carente de pedagogía, que dificultó las decisiones epidemiológicas. Ha sido una información opaca y tendenciosa y su culmen han sido las fake news, alimento del negacionismo. Salva de la quema al Instituto Koch alemán. Horton muestra indignación por el tic populista de adueñarse de las buenas noticias y no dar la cara en los malos momentos, evidenciando una absoluta falta de empatía que no se subsana con un acto oficial. Menciona las desescaladas precipitadas que no han hecho sino presionar más a los sistemas sanitarios, aumentar la nómina de fallecidos, facilitar la propagación de una variante muy contagiosa y abonar el terreno a futuras mutaciones. Enfatiza la urgencia de vacunar a los habitantes de países en vías de desarrollo. El autor dedica los últimos capítulos a hablar de las vacunas (con admiración y gratitud), de las nuevas variantes (con preocupación) y de las medidas para afrontar futuras pandemias (con visión): colaboración internacional en vigilancia epidemiológica, liderazgo de la OMS, refuerzo de la sanidad pública, creación de centros de producción de vacunas y medios de protección, conservación de ecosistemas y corrección de la desigualdad. Finaliza el libro sugiriendo que la crisis se hubiese gestionado mejor por gobiernos en los que la ciencia independiente hubiese tenido un peso más significativo que el de científicos afines. Esta forma de tecnocracia con expertos en el área sanitaria, económica y social, hubiese sido, en su opinión, el paso transitorio idóneo para pilotar la pandemia.
Horton cuestiona el papel de las Leyes de Protección de datos europeas en situaciones pandémicas porque solo los test masivos y los rastreos pueden limitar la propagación del contagio. Y para hacerlo con eficiencia, se requiere tecnología digital. Asia ha dado una lección, aunque hay otras explicaciones (autoritarismo, civismo, colectivismo cultural, respeto por los mayores, pautas de socialización). Y aquí surge el debate pues existe el riesgo de que se esté dando el primer paso hacia la dictadura digital, una «dictadura benevolente» en palabras del profesor D. Helbing. Es más sutil y ajustada a esta época compleja, pero amenaza igualmente la libertad y puede demoler las reglas del juego de la democracia. El historiador israelí YN Harari lo advertía al inicio de la pandemia: «La sociedad tiene que elegir entre vigilancia totalitaria y empoderamiento ciudadano». Las tecnologías digitales son excelentes herramientas para prevenir y evitar contagios y para organizar la actividad económica (teletrabajo). Se trata de buscar un equilibrio entre privacidad y seguridad que sea flexible para adaptarse a las necesidades en cada momento excepcional.
Y ahora, Afganistán, en el vigésimo aniversario del atentado contra las Torres Gemelas. Numerosos artículos de opinión hablan de derrota y fracaso de Occidente en su objetivo de exportar la democracia. ¿Son síntomas de que la democracia agoniza en favor de populismos, supremacismos, autocracias, teocracias y dictaduras digitales? ¿Cree la juventud desencantada que estas formas de gobierno traerán un futuro mejor y menos desigual? Según Levitski y Ziblatt una democracia muere cuando sus guardarraíles (tolerancia entre partidos políticos y contención institucional) se debilitan. ¿Se pueden reforzar?
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