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El suicidio interpela a toda la sociedad. Esta frase no es un eslogan, sino que se apoya en una realidad con datos anuales estremecedores: un millón de muertos en el mundo, 4.003 en España y 184 en Euskadi, donde hubo más de 4.000 ... llamadas pidiendo ayuda y 141 activaciones del protocolo escolar antisuicidio. Más del 5% de adolescentes vascos tuvo ideas suicidas. Los intentos de suicidio multiplican por 20 estas cifras.
Suicidio y enfermedad mental van muchas veces de la mano, pero no son sinónimos. El 90% de personas con depresión, trastorno bipolar o esquizofrenia nunca piensan ni intentan quitarse la vida y un 10% de suicidios son protagonizados por personas sin psicopatología. La biología del suicidio es un puzzle que parece totalmente aleatorio, pero el nexo común a todos los casos podría ser el sufrimiento. Quien intenta suicidarse no quiere terminar con su vida, sino con su sufrimiento. Suicidarse podría ser una decisión impuesta por el sufrimiento que somete la libertad y la voluntad. ¿Qué pasa en el cerebro de alguien que sufre tanto como para decidir quitarse la vida? Una revisión de 131 estudios de neuroimagen de 12.000 individuos identificó dos redes cerebrales con alteraciones estructurales, funcionales y moleculares que podrían correlacionarse con el pensamiento y la conducta suicidas.
La primera incluye regiones prefrontales conectadas con núcleos profundos implicados en el procesamiento de las emociones. Su alteración puede explicar el exceso de pensamientos negativos y la dificultad en la regulación emocional. La segunda involucra regiones prefrontales asociadas a la toma de decisiones cuya disfunción, debida a una realidad distorsionada, explicaría el elemento final del proceso que lleva al suicidio. La alteración intensa y prolongada en una o ambas redes constituye la base neurobiológica del suicidio.
Conocer estos mecanismos con mayor precisión podría traducirse en alguna forma de terapia. Es interesante que niños y personas con demencia evolucionada esquiven el suicidio, lo que sugiere que hace falta un cierto grado de funcionalidad del lóbulo frontal para idear, planificar, preparar, intentar y ejecutar el acto suicida. Quitarse la vida parece algo muy premeditado y, sin embargo, el rasgo de personalidad más vinculado a la conducta suicida es la impulsividad. Caben muchas interrogantes en estas hipótesis. ¿La raíz del sufrimiento es la misma en un adulto y un adolescente?
¿Predomina el sufrimiento sin esperanza en el adulto y el sufrimiento impulsivo en el joven que atraviesa por un problema agudo (ruptura, acoso, drogas)? ¿O ambas son vías diferentes que confluyen en un mismo destino, el suicidio? Sufrimiento, premeditación e impulsividad es un eje que la ciencia persigue.
También se han encontrado niveles alterados de serotonina (neurotransmisor implicado en la depresión y la obsesión compulsiva), un mayor grado de inflamación en redes neuronales relacionadas con la toma de decisiones y una hiperactividad del eje hipotálamo-adrenal que media la respuesta al estrés. Estos cambios son independientes de la patología psiquiátrica de base (cuando la hay). Lo más probable es que algún factor ambiental desencadene cambios graduales y paulatinos en el cerebro de individuos con cierta predisposición genética. Los estudios del genoma completo de miles de personas con ideas e intentos de suicidio han identificado cientos de genes que confieren una mayor susceptibilidad.
Curiosamente son genes diferentes a los que se encuentran en enfermedades neuropsiquiátricas, en especial la depresión, y se solapan con rasgos relacionados con un ambiente socioeconómico desfavorable. Como otras patologías de causa y mecanismo múltiple, entender la neurobiología del suicidio está supeditada a la maldición de las interacciones en sistemas complejos. Una última reflexión. El suicidio va contra los objetivos básicos de la evolución: Sobrevivir y transmitir los genes a la descendencia. ¿Por qué? La psicología evolucionista trata de hallar una explicación que, por el momento, se escapa.
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