Las mujeres que ordeñaban vacas eran inmunes a la viruela, eso lo sabía todo el mundo. En 1796, en plena epidemia, el médico inglés Edward Jenner descubrió que las ordeñadoras solían contagiarse de la leve viruela bovina y que eso las protegía de la mortal ... viruela humana. Así que agarró a un chaval de ocho años, le inoculó la viruela bovina, vio que presentaba síntomas pasajeros, esperó un par de meses y lo infectó con la viruela humana: no enfermó. Por eso se llaman vacunas, porque la idea nos vino de las vacas.

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Mesopotámicos, griegos, egipcios y hebreos adoraban a dioses bovinos. La Biblia habla del culto al becerro de oro como si fuese algo malo, pero en Felino, el pueblo de mi novia al pie de los Apeninos, famoso por sus embutidos, en lugar de la sempiterna estatua de Garibaldi levantaron una con un cerdo negro sonriente: «La naturaleza me ha hecho un poco gordo, pero tengo cualidades que nadie posee. Los de Felino y los de Parma me entienden y somos famosos en el mundo», dice. La pandemia coincide con el debate para renovar las estatuas de nuestras ciudades, plagadas de conquistadores, capitanes, diputados y demás solemnes barbudos. Sé que cuesta desprenderse de la cacharrería que nos dejó la abuela, pero quizá sea el momento de reconocer las contribuciones más valiosas para la humanidad: menos monarcas y más médicos, menos generalotes y más ordeñadoras, menos estatuas ecuestres y más vacas en los pedestales.

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