«El único sitio donde había vida era la cola del supermercado»
Gema Centeno ·
Desde su puesto como cajera de Eroski, Gema afrontó como pudo la avalancha de clientes en los albores de la pandemia. Le confesaban sus temores y ella trataba de calmarlos
Ya se sabe lo que ocurrió en los supermercados cuando se decretó el confinamiento. Aquello fue un delirio, un ejemplo de lo que el miedo puede hacer en nosotros. Primero se agotó el papel higiénico, después cayó la leche, las legumbres y las pastas. Luego vino el tiempo de la harina y la levadura, que se evaporaron en los estantes. Y también el momento de las bebidas alcohólicas, las patatas fritas y las aceitunas. Parecía como si estuviéramos haciendo acopio de alimentos para resistir una vida en el desierto. O para crear un mundo a nuestra imagen y semejanza tras los muros de nuestras casas.
Gema Centeno lo veía todo desde su puesto de cajera en el Eroski Center Jolastokieta, en Altza. «Era como si viniera una guerra. Ante el miedo a lo desconocido, la gente arrasaba», dice. Miraba a la calle y observaba las largas colas que se formaban frente al supermercado, «que daban la vuelta a la manzana». Parecían otros tiempos, otros lugares, otra vida. Parecían otras personas. La gente estaba extrañamente tranquila en su hilera, no había prisas ni impaciencias, nadie se quejaba por la espera. «Como no tenían otra cosa que hacer, le daba igual. Con las calles desiertas, el único sitio donde había vida era la cola».
A falta de otro entretenimiento, los supermercados fueron los únicos lugares de reunión que permanecieron abiertos durante el confinamiento. En las colas los vecinos se encontraban y hablaban entre ellos. «Era el único rato del día en el que salían a la calle y allí se desahogaban», afirma Gema. Cuando llegaban a la caja «te contaban sus casos, lo que estaban viviendo. Muchos me decían que tenían miedo a perder su trabajo».
En el Eroski se prepararon para hacer frente a la avalancha de las primeras semanas, cuando la visión de baldas vacías aumentaba la ansiedad de los clientes. Lo primero que hicieron fue protegerse. «Enseguida nos mandaron mascarillas, guantes y mamparas. Con ellos te sentías más segura, era algo que solo teníamos nosotras y los sanitarios», cuenta.
Y llegó el alud. «Llegué a ver compras de hasta ocho paquetes de papel higiénico. Había un efecto contagioso, empezaba alguien a coger un producto y al final todo el mundo lo quería porque parecía que se iba a acabar. Cuando nos llegaba más papel lo repartíamos a la gente de la cola para que se quedaran tranquilos». «Siempre hacemos de psicólogas», dice Gema. Razón tiene, porque no es difícil imaginar el pequeño reducto de una caja como un confesionario donde a medida que se mete la compra en la bolsa se intercambian confidencias y se admiten debilidades. En aquellos días las cajeras tuvieron un efecto terapéutico. Eran a ellas a quienes muchos revelaban sus miedos y ellas eran las encargadas de ayudarlos.
«Varias veces al día»
«Había gente que venía varias veces al día. Primero compraban un pan, luego una cerveza... No eran conscientes del riesgo, pero era el único escape que tenían». Gema y sus compañeras tuvieron que hacer uso de sus dotes de psicólogas para mantener un poco de cordura en el supermercado. «Intentabas tranquilizar a la gente, les decíamos que no se preocuparan, que no iba a faltar nada. Lo que más me ha preocupado era la gente mayor. No esperaban la cola en la calle ni en las cajas y les llevábamos la compra. Ellos se sentían agradecidos».
El esfuerzo para resistir la locura de las primeras semanas fue enorme. Como ya no se podía salir de la ciudad para comprar en centros comerciales, el número de clientes se multiplicó. Para poder atenderlos, la cooperativa movilizó a todos los suyos. «Los de Viajes Eroski y los de las oficinas de Elorrio vinieron a ayudarnos como reponedores o en caja. Si no hubieran venido habría sido inviable sacar adelante el trabajo».
Ha pasado casi un año de todo aquello y la calma ha vuelto a los pasillos de los supermercados. «Poco a poco todo fue volviendo a la normalidad. Ahora ya está todo más tranquilo, la gente está bastante más concienciada. Se dan gel, se ponen guantes en la frutería, guardan las distancias...» Gema y sus compañeras no solo han atendido a sus clientes durante todos estos meses. También les han ayudado a superar sus miedos. «Algunos nos decían que los aplausos en los balcones de ese día iban a ser para nosotras. Eso era algo que se agradecía mucho».
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