
El desafío de la soberanía digital
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El autor, miembro de la mayor ONG europea en defensa de las libertades en la red, dibuja las oportunidades y también los peligros de las políticas online.Secciones
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El autor, miembro de la mayor ONG europea en defensa de las libertades en la red, dibuja las oportunidades y también los peligros de las políticas online.diego naranjo
Sábado, 5 de diciembre 2020, 07:52
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Internet es esencialmente una utilidad pública cuyo origen se encuentra en proyectos de defensa del Ejército estadounidense, pero con personal de todo el mundo. Para la mayoría de las infraestructuras y servicios críticos que utilizamos a diario, la financiación pública es esencial, e internet y los dispositivos que se conectan a ella no son una excepción. Como explica la renombrada economista Mariana Mazzucato, la propia internet, el GPS y la pantalla táctil de su dispositivo, así como el asistente personal activado por voz (Siri), son todos resultado de la financiación pública. Lo mismo ocurre con el algoritmo de Google, que fue financiado por la Fundación Nacional de Ciencia. La Unión Europea ha protagonizado recientemente algunos pasos positivos en esta dirección, especialmente con el proyecto piloto de la FOSSA y la iniciativa 'New Generation Internet'. Si la soberanía digital significa algo es la construcción de las infraestructuras, la ayuda a la creación de servicios, la financiación de la investigación y el apoyo a una sociedad civil crítica que haga a Europa resistente a los riesgos de seguridad que un entorno cada vez más interconectado y con cada vez más trabajo a distancia requerirá en una sociedad post-pandémica. Si con un presupuesto muy humilde de 15 millones de dólares la americana Open Tech Fund ha desarrollado tecnologías que hoy usa WhatsApp para cifrar tus mensajes, creado la red de navegación segura TOR y muchas tecnologías más, ¿qué podríamos hacer nosotros, la UE, con un presupuesto similar o mayor? Si la soberanía digital va a ser un objetivo serio y no una palabra de moda, necesitamos dirigir recursos para que eso suceda, más pronto que tarde.
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Documentales recientes como 'The Social Dilemma', 'The Great Hack' (ambos en Netflix) o 'The Facebook Dilemma' empiezan a crear consciencia entre los ciudadanos acerca del poder de los GAFAM, término que engloba a las cinco mayores empresas del sector tecnológico: Google, Amazon Facebook, Apple, y Microsoft. Desde casi su irrupción, sucesivos escándalos relacionados con las empresas tecnológicas han inundado las portadas de todo el mundo a un ritmo vertiginoso. Como si de la doctrina del shock de Naomi Klein se tratase, la ciudadanía se enfrenta a diario a titulares sobre brechas de seguridad, el uso ilegal de datos personales o el creciente poder de vigilancia de empresas privadas; de los telefonillos conectados de Amazon a la vigilancia de Google Maps y la fragilidad de un ecosistema digital global donde un presidente como Donald Trump puede dejar obsoletos millones de smartphones a golpe de tuit, como estuvo a punto de pasar tras el bloqueo a Huawei. Por si esto no fuera poco, políticos de todo color piden que estos oligopolios tecnológicos, también tildados de «gángsteres digitales» hagan «más» para solucionar todo tipos de problemas sociales: desde impedir la manipulación de elecciones, prevenir delitos de odio y terrorismo o impedir infracciones de derechos de autor.
Si bien la Unión Europeo puso coto parcialmente a las prácticas más abusivas con la aprobación del Reglamento Europeo de Protección de Datos, el «capitalismo de vigilancia» denunciado por Shoshana Zuboff en su famoso libro sigue en pie. Si bien Quijotes como Max Schrems son indispensables para poder ejercer nuestros derechos, sin la actuación determinada a nivel político y administrativo será difícil poder vencerlos.
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Cuando se creó internet, la idea era poder disponer de una red de forma descentralizada con una resiliencia especialmente importante, dado su origen como red militar. En los últimos años estamos presenciando un proceso inverso: la concentración de servicios y productos tecnológicos en cada vez menos manos.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? En la década del 2000 empresas como Facebook, YouTube y Twitter se sumaron al carro de la publicidad personalizada (AdTech en inglés). Como cuentan sin tapujos sus creadores en 'The Social Dilemma', la idea era captar más y más interacciones de los usuarios y emplear esas interacciones para ofrecer un contenido más personalizado que enganchaba al usuario al servicio de turno. Cuanto más tiempo pasa el usuario en Facebook, por ejemplo, más anuncios verá y más dinero gana Facebook. Como cuenta Marta Peirano en su libro 'El enemigo conoce el sistema', el diseño de nuestros teléfonos portátiles se asemeja más a las máquinas tragaperras que a los de un teléfono analógico. Luces y sonidos que reclaman tu atención, notificaciones de correo y vibraciones de todo tipo que hacen que, como media, desbloquees tu teléfono unas 150 veces al día, muchas veces sin saber el motivo.
¿Y todo para qué? Si bien es cierto que hay algo de riqueza para los usuarios/creadores de algunas de esas redes ('instagramers', 'youtubers'...), la banca del casino siempre gana. Lo peor es que se trata de un casino del que no podemos salir. O sí podemos, pero al salir por la puerta de emergencia, desorientados, lo que nos encontramos es un desierto sin amigos y sin vídeos de gatitos. Los usuarios protestan contra muchas de esas prácticas, pero en general sufrimos de un síndrome de Estocolmo digital: Estamos enganchados a nuestros propios captores. Regulaciones como el RGPD, la futura Acta de Servicios Digitales (Digital Services Act, DSA) y nuevas normas antimonopolios podrían ser parte de la solución. Pero como suele suceder para cada avance social, sin una sociedad civil fuerte y activa como la que ya existe todo puede quedar en agua de borrajas. En Europa, las directivas se las lleva, a menudo, el viento de los 'lobby' de las empresas.
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A pesar del objetivo positivo de proteger a la población impidiendo que contenidos ilegales se compartan ampliamente, ciertas medidas que se discuten en estos momentos corren el riesgo de socavar la privacidad y la confidencialidad de las comunicaciones para todos. En lo que respecta a las supuestas «soluciones» al «problema» de seguridad versus privacidad, los riesgos variarán en función de las medidas reales. Ciertas propuestas de monitoreo de las comunicaciones (como el escaneo sistemático de las imágenes compartidas en redes sociales o aplicaciones como WhatsApp o Instagram) conllevan el debilitamiento de las protecciones de la privacidad. En casos extremos, fuerzas policiales y servicios de inteligencia requieren acceso a aplicaciones que son seguras como las que utilizan el cifrado de extremo a extremo que se usa a diario en 'apps' como WhatsApp o Signal. Gracias a ese cifrado nadie, ni siquiera los dueños de esas aplicaciones, puede leer tus mensajes.
Si se creasen puertas traseras que permitan ver lo que escribimos, tanto los ciudadanos como las empresas no podrían nunca saber hasta qué punto sus comunicaciones privadas están siendo vigiladas. A veces estas medidas se proponen para estados de emergencia, contra actos de terrorismo y otros casos excepcionales, pero se convierten en la 'nueva normalidad'. Una vez esto pasa, es muy fácil que las medidas pasen a formar parte de la caja de herramientas de las agencias de seguridad o policiales en países donde se incrimina a la disidencia. Se convierte en una amenaza seria para los derechos humanos.
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La directiva europea de copyright aprobada en 2018 podría suponer, si se implementase incorrectamente, un cambio de la responsabilidad de las plataformas online (YouTube, Twitter...) al permitir que estas plataformas puedan impedir la publicación de obras culturales sin permiso previo, incluso cuando la legislación lo autoriza (por ejemplo, para hacer una parodia). En resumidas cuentas, la Comisión Europea puso sobre la mesa la posibilidad de crear máquinas de censura (algoritmos) que leerían cada bit que se sube a internet para ver si está protegido por derechos de autor. La propuesta suscitó la oposición de setenta genios de internet, el relator especial de Naciones Unidas para la libertad de expresión, David Kaye, ONG, programadores y académicos. Por si esto fuera poco, provocó tal rabia contra la máquina de censura por parte de miles de ciudadanos que alzaron su voz (mediante una ola de llamadas, correos electrónicos, tuits y actos públicos) que los europarlamentarios rechazaron el primer texto en julio de 2018.
Los titulares de derechos, que no se esperaban tanta osadía por parte de la ciudadanía, redoblaron sus esfuerzos durante el verano (banda de música en el Parlamento Europeo incluida) y consiguieron convencer a un número suficiente de europarlamentarios dos meses después para que rechazaran (una vez pasado el texto por la sala de maquillaje) su propia opinión con el pretexto de que los ciudadanos con voz no eran sino bots, y que todos los que estaban en contra del artículo 17 de dicha directiva eran marionetas de Google (el villano de esta historia). Los estados miembro tienen todavía margen de maniobra para que los autores reciban lo que es suyo sin que Google se convierta en el censor privado de nadie. Las guías sobre la implementación que la Comisión Europea está preparando nos deberían dar las pautas para poder hallar ese punto medio.
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El uso de reconocimiento facial por empresas y Estados avanza en Europa y en el mundo. Hace décadas se empezaron a instalar cámaras de seguridad por nuestras calles y otros espacios públicos. La excusa entonces era una mezcla de seguridad ciudadana en general (la crisis económica aumentó ciertos tipos de delitos menores relacionados con la pobreza como los hurtos) y luego se le añadió la utilidad antiterrorista. Ahora nos enfrentamos a que esas mismas cámaras se reutilicen para reconocimiento facial con el pretexto de controlar quién lleva máscara o no, niños perdidos o cualquier otra idea. El objetivo final es el control. Y el objetivo a corto plazo es la financiación pública de industrias de vigilancia privadas que producen dichas tecnologías. Si la vigilancia estatal y privada continúan o aumentan, las próximas luchas inminentes contra más recortes sociales, cambio climático, justicia racial y defensa de la democracia se verán mermadas por un sistema en el que todo queda registrado. Y en el que muchos preferirán quedarse callados y en casa antes que ver su empleo precario o su seguro médico puesto en peligro por participar en movimientos de resistencia.
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