Lo primero que se ve al cruzar el umbral es una gran mesa alargada y estrecha. Y algo más allá, al fondo, una batería. Es lo último que uno espera encontrar en un convento y enseguida acude a la mente la imagen de las monjas ... entrando furtivamente en la habitación después de las completas para tocar rock hasta el amanecer. «No es nuestra, es de la banda», ríe la hermana Soledad.
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La amplia sala tiene su historia. Fue allí donde, durante la dictadura, un sacerdote daba clases clandestinas de euskera. «Venían aquí y cerraban las ventanas», cuenta la religiosa, una de las doce que residen en el monasterio Santa Ana de Lazkao. El aposento, situado en un edificio adosado al convento, sirve ahora un poco para todo. «Los martes ensaya aquí la banda del pueblo y les guardamos los instrumentos. Además, cuando se necesita, se utiliza como comedor y para dar conferencias. Los de Cáritas empezaron a dar clase aquí a migrantes para enseñarles a cultivar la tierra», explica la hermana Soledad. A veces, cuando en las tardes de verano hace calor, un miembro de la banda abre las ventanas. Mientras rezan las vísperas en la iglesia, las monjas escuchan música. «Ya nos hemos acostumbrado», dice la religiosa.
Pero no es lo habitual. Lo normal en el edificio es el silencio, porque sus gruesos muros parecen absorber el sonido y las voces salen amortiguadas de la boca. Como si también ellas quisieran ahorrar energías y descansar. Como si fueran un huésped más de la hospedería que la congregación mantiene abierta desde hace más de treinta años. «Yo vine aquí en 1993 y entonces ya funcionaba, pero estaba en condiciones muy precarias. Había habitaciones que no tenían baño, pero hicimos obra y se puso bien todo».
La hermana Soledad abre una puerta. Es un gran dormitorio con cinco literas de tres pisos. Hace poco pernoctaron ahí las deportistas del Club Ciclista Meruelo, que participaron en Beasain en la IV. Igartzako Saria femenino. «Para mí es la primera vez que duermo en un convento. Es algo diferente», dice Luciana Roland, una de las ciclistas.
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Tampoco tuvieron demasiado tiempo para disfrutar de la tranquilidad del alojamiento. Los 22 miembros de la expedición llegaron un sábado por la tarde y enseguida salieron a entrenar. Cenaron en Beasain y se fueron a dormir. Ellas, en las literas. El equipo técnico, en un dormitorio abuhardillado con vigas de madera de la última planta, junto a una pequeña capilla a disposición de los huéspedes. Por la mañana se hicieron el desayuno en la cocina de la hospedería -«arroz y huevo, y para algunas avena»- y salieron a competir para regresar tras la carrera a Meruelo. «El lugar me ha gustado mucho, es muy tranquilo», dice Roland. «Es una experiencia diferente porque solemos ir a hoteles y compartimos habitación con una o dos, pero aquí hemos estado juntas catorce y eso ha servido para conectar de una forma diferente con las compañeras».
A las ciclistas les tomará el relevo un equipo de fútbol de Madrid. «Llegarán 6 de abril, vienen todos los años y les gusta venir donde las monjas. No sé cómo se enteraron de que estamos aquí, ellas dicen que por internet», afirma la hermana Soledad.
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Entre sus huéspedes habituales también están los alumnos del euskaltegi de Lazkao. «Vienen solo a dormir. Los más mayores se quedan aquí toda la semana. Tienen su llave y vienen tranquilísimos, no hacen ruido; les decimos que cuidado con las puertas».
Dormir en la hospedería no es nada caro. «Para las habitaciones normales cobramos 20 euros por noche, y si es solo una, 25. Para la buhardilla y las literas no tenemos precio estipulado, pedimos lo que nos puedan dar. Tampoco son muy generosos, pero nos conformamos. La verdad es que no nos compensa, porque el mantenimiento también cuesta y pagamos a una señora que viene a limpiar. Nos han dicho que podemos cobrar un poco más, pero nuestra finalidad no es ganar dinero», reconoce la hermana Soledad.
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20 euros
euros cuesta una habitación individual en la hospedería siempre y cuando el inquilino pernocte dos o más noches. Si se aloja solo una, el precio sube a 25 euros. Para la habitación con literas las monjas piden a los huéspedes la voluntad.
De las paredes de las escaleras que conducen a los dormitorios de la primera planta cuelgan pequeños cuadros con las bienaventuranzas. Son siete habitaciones, seis de ellas individuales y la otra para matrimonios. Quien espere lujos en ellas no los va a encontrar.
Las individuales son pequeñas y están amuebladas con austeridad. Una cama, una mesilla de noche, una mesa y dos sillas, todo ello presidido por un gran crucifijo. Hay un armario empotrado y un baño. Nada más. Algunas tienen vistas al jardín de entrada a la hospedería. No hay ninguna televisión que distraiga a los huéspedes. El dormitorio doble es más amplio y su ventana da a un pasillo. «En él no se escucha nada de ruido».
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«Hace poco vino un señor de Argentina con 80 años. Tenía dificultades para subir las escaleras, pero todos los días subía a la capillita de la última planta», afirma la hermana Soledad. Sus huéspedes son especiales; para ellos el lujo es, por ejemplo, contar con ese pequeño espacio para rezar. «Casi no aceptamos a turistas, damos preferencia a los de los retiros».
En esta Semana Santa tienen reservas, aunque la hermana Soledad admite que «no hemos querido que haya mucha gente por-que somos pocas, todas mayores, y nos agobia». Los inquilinos ya tienen un plan preestablecido, saben exactamente lo que buscan y lo que van a encontrar. «Algunos vienen a retiro y a participar de la Semana Santa. Las mujeres pueden entrar a comer con nosotras y los hombres se hacen la comida en la cocina».
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Todos ellos pueden participar en la liturgia de cada día, las laudes, la misa, la tercia, la sexta, el oficio de lecturas, las vísperas y las completas, la primera a las siete de la mañana y la última a las 20.30 horas. «Algunos vienen una semana para hacer ejercicios, traen un tema para reflexionar, por ejemplo la caridad, y cogen textos como la Biblia o escritos que traen para meditar, orar y leer en su habitación», explica la hermana Soledad. Otros huéspedes llegan «con la intención de descansar y trabajar con su ordenador sin que les estorbe el ruido», añade la monja.
Las estancias varían entre un fin de semana y un máximo de quince días, aunque «si alguien lo necesita puede estar hasta un mes». «Vienen para estar tranquilos, en armonía consigo mismos; algunos se van agradecidos porque han logrado su objetivo. Nos dicen que para ellos ha sido un regalo, una gracia, una bendición», dice la hermana Soledad. Otros, como el matrimonio de Madrid que en agosto se aloja en la hospedería, le preguntan dónde hay lugares verdes para pasear. «Yo les digo que basta con abrir la puerta».
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