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ARTÍCULOS DE OPINIÓN

San Romero de América

Cuando se cumplen 30 años del asesinato de monseñor Óscar Romero, el autor explica cómo «su personalidad ha crecido en relevancia ético-política hasta convertirse en una de las figuras del cristianismo liberador en América Latina»

JUAN JOSÉ TAMAYO

Miércoles, 24 de marzo 2010, 02:56

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San Romero de América». Así llamó a monseñor Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador (El Salvador), el obispo Pedro Casaldàliga poco después de su asesinato. Apenas estuvo tres años al frente de la archidiócesis salvadoreña y fueron suficientes para convertirse en el profeta de la liberación de un pequeño país centroamericano sumido en una imparable espiral de violencia y agredido por el ejército al servicio de los intereses de la oligarquía local y del imperio norteamericano.

Monseñor Romero corrió la misma suerte que la mayoría de los profetas y reformadores de las religiones: el asesinato programado y calculado fríamente, y ejecutado con nocturnidad y alevosía, en este caso por los propios correligionarios instalados en el poder, que no soportaban sus denuncias ni que pusiera el dedo en la llaga. Así sucedió con los profetas de Israel, a quienes, tras ser asesinados, se les hacían homenajes, con Jesús de Nazaret, Margarita Porete, Gandhi, Martin Luther King, Angelelli, Ignacio Ellacuría, Gerardi, Mohamed Taha y tantos otros que harían interminable esta lista.

Romero fue asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras celebraba la eucaristía en un hospital para enfermos de cáncer por un comando de extrema derecha del ejército de El Salvador a las órdenes del Mayor Roberto D' Aubuisson, fundador del partido Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), según lo confirmó la Comisión de la Verdad creada por la Naciones Unidas para investigar los crímenes producidos durante la guerra civil de 1980 a 1992.

30 años después, su personalidad ha crecido en relevancia ético-política y se ha agigantado hasta convertirse en una de las figuras de referencia del cristianismo liberador en América Latina y de la Iglesia universal, así como en modelo de fidelidad a la propia conciencia y al pueblo sufriente. Sirvan dos testimonios de reconocimiento de esa relevancia de dos líderes políticos. El primero es de Lula, presidente de Brasil, quien, tras visitar su tumba, le definió como «símbolo de la lucha de la Iglesia en Centroamérica» y, como creyente, se declaró seguidor de él. El segundo, de Mauricio Funes, presidente de El Salvador, quien ha subrayado las cuatro luchas más importantes llevadas a cabo por Romero: «Contra la injusticia, contra las desigualdades sociales, contra la exclusión, contra el aparato represivo de entonces».

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«Resucitaré en el pueblo», le dijo Romero a un periodista poco antes de ser asesinado. Y esa resurrección se ha producido. El primer paso en el cumplimiento del anuncio profético de Romero fueron los acuerdos de paz de 1992, que, si bien no se vieron acompañados por actuaciones socio-económicas en favor de la justicia, supusieron un avance importante en la normalización política del país, en la reconciliación y en el camino hacia la democracia. El segundo tuvo lugar en las elecciones presidenciales de 2009 con el triunfo del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional en la persona de Mauricio Funes, quien hizo dos declaraciones especialmente significativas de la orientación a seguir en su presidencia de la República de El Salvador.

«Ahora es el turno del ofendido» -dijo, parafraseando el título de un libro del poeta salvadoreño Roque Dalton, asesinado en 1975-, «ahora es la oportunidad de los excluidos, ahora es la oportunidad de los marginados». Los ofendidos, excluidos, marginados como sujetos de la historia, los «nadie», como diría Eduardo Galeano, convertidos en protagonistas. Fue un discurso pocas veces escuchado de labios de los triunfadores, a quienes se les llena la boca de proclamas grandilocuentes para la galería y con frecuencia incumplidas. «Gobernaré como monseñor quería que los hombres de su tiempo gobernaran», anunció a quienes compartían su triunfo. Todo un cambio de paradigma en los terrenos político y religioso.

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Y, a decir verdad, el cambio de paradigma ya ha empezado a notarse. El nuevo presidente concedió el 15 de noviembre a título póstumo la Orden Nacional Doctor José Marías Delgado, máxima condecoración del Estado, a los seis jesuitas asesinados por el comando militar Atlacalt el 16 de noviembre de 1989, como «acto de desagravio y reparación moral por los errores que como Estado se cometieron en el pasado». Recientemente ha declarado sobre ese múltiple asesinato en Estados Unidos el matrimonio Jorge y Lucía Cerba, únicos testigos oculares del crimen, grabado en su memoria y en su retina.

El Congreso de la República de El Salvador ha aprobado la celebración del 24 de marzo como Día de Monseñor Óscar Arnulfo Romero a propuesta de una iniciativa cívico-religiosa apoyada por numerosos ciudadanos y ciudadanas del país centroamericano, por la comunidad judía, la Iglesia anglicana, la luterana, la Iglesia bautista Emanuel y organizaciones católicas. El único partido que se abstuvo fue ARENA, al que pertenecía el mayor D' Abuisson. El Foro Social Mundial Temático de El Salvador celebrado el 20 de marzo se ha centrado en la vida, el legado y el llamado de Romero. Son dos iniciativas que reconocen la ejemplaridad de monseñor Romero y su capacidad de armonizar de manera unitaria la experiencia religiosa liberadora, el mensaje moral del Evangelio y el compromiso cívico con los sectores más vulnerables de El Salvador desde la no violencia activa, en la mejor tradición de los profetas de la paz de todos los tiempos. Como dijo el teólogo y rector de la UCA Ignacio Ellacuría, mártir también por mor de la justicia y de la liberación, «con monseñor Romero Dios pasó por El Salvador». Y yo añado: Y dejó una huella indeleble.

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