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Animales de compañía

Involución de la especie

Juan Manuel de Prada

Viernes, 31 de Mayo 2024, 10:11h

Tiempo de lectura: 3 min

En algún artículo anterior hemos mostrado nuestra perplejidad ante el ardor con que la gente se adhiere a hipótesis tan dudosas como la 'evolución de las especies', mientras se niega a aceptar evidencias tan irrefutables como la involución de la especie humana. Ante nuestros ojos se está produciendo, lenta pero irrefrenable, la metamorfosis del hombre en orangután (con la mirada puesta tal vez en el promisorio horizonte final de la ameba o el paramecio), pero nadie parece advertirlo, como ocurría con la conversión de los hombres en rinocerontes en la célebre obra de Ionesco.

Ante nuestros ojos se está produciendo, lenta pero irrefrenable, la metamorfosis del hombre en orangután, pero nadie parece advertirlo

Basta salir a la calle y darse un paseo. Cada vez es mayor el número de gentes que ignoran o han olvidado que, en la medida de lo posible, debe caminarse por la acera de la derecha; y que, desde luego, hay que ceder siempre el paso a quien así lo hace, sobre todo cuando la acera es estrecha. Pero esta nueva humanidad eufórica que involuciona decididamente hacia el orangután, mientras camina tan campante por la izquierda, ha resuelto prescindir de las normas más elementales de la urbanidad; y cuando nos la cruzamos nos obliga a salirnos de la acera. Otra prueba de esta palmaria involución de la especie la hallamos cuando viajamos en autobús urbano, donde por supuesto los homínidos en involución orgullosa hacia el orangután no ceden su sitio a los ancianos que tienen que soportar de pie los frenazos y bamboleos del trayecto, tal vez porque piensan que ya la sociedad ha mostrado sobrada cortesía con ellos procurándoles la eutanasia voluntaria (por el momento). También viajando en metro podemos hallar pruebas incontestables de la involución de la especie, cuando en cada parada la gente que se agolpa en el andén pretende entrar en los vagones sin dejar antes que salgan quienes desean hacerlo. Aquí se prueba que la involución de la especie no ha demolido tan sólo las reglas de urbanidad, sino también las de la pura racionalidad; pues resulta evidente que, para entrar cómodamente en un vagón, conviene primero dejar que salgan quienes desean hacerlo, para evitar topetazos y tumultos entre gentes que se desplazan en sentido contrario. Pero, en su ufano designio involutivo, estos homínidos con ansias simiescas o protozoarias, no conformes con renegar de los modales, han resuelto abolir también el pensamiento lógico.

Otra prueba patente (y especialmente molesta) de la involución de la especie nos la tropezamos cuando viajamos en tren. Antaño era habitual encontrar a muchos pasajeros que leían fervorosamente tal o cual libro; hogaño el pasaje que 'transiciona' hacia el orangután (a esto creo que lo llaman 'género fluido') se halla unánimemente absorto en sus teléfonos móviles, cuyas pantallas toquetean con temblor reverencial, para que les muestren sus tesoros preciosísimos: un guasap regado de anacolutos y faltas de ortografía, un tuit mentecato o energúmeno, un video completamente memo y sólo apto para organismos aligerados de neuronas. Entre el pasaje involucionado apreciamos los gestos de indescifrable bienestar y aun excitación que esta morralla les produce, que superan en expresividad a las muestras de arrobo estético que producía en el extinto ser humano la lectura de un soneto de Lope. Y entre los pasajeros que avanzan decididamente hacia una existencia selvática y trepadora nunca falta el zoquete que, mientras contempla sus videos memos en el teléfono móvil, prescinde de los auriculares, obligando al resto del vagón a escuchar durante horas las mamarrachadas horrísonas que entretienen su vida de orangután alienado (pero encantadísimo de haberse conocido): las canciones ineptas que halagan su estragado gusto musical, los goles de su equipo homínido favorito, los tiktoks de otros orangutanes que bailan felices o les ofrecen un 'tutorial' sobre el modo más adecuado de hurgarse la nariz o de rascarse el escroto. Si alguien se atreve a reprenderlos, pidiéndoles que dejen de atronar el vagón con sus videos memos, estos homínidos pueden reaccionar violentamente, como si les hubiesen mentado a la madre orangutana; y, si son pacíficos, miran al reprensor con extrañeza u horror, como si fuese un marciano indescifrable, un sujeto que se ha perdido, allá en la noche de los tiempos, aferrado a su enojosa y rancia condición de Homo sapiens.

Por supuesto, esta involución de la especie que reniega de la urbanidad, de los modales, de la racionalidad y, en definitiva, de la civilización no es inocente. Quienes la dirigen desean una humanidad arruinada moral y espiritualmente, convertida en selvática manada a la que puedan convertir en horda o rebaño, según les convenga.