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Llevaba cuatro años en su «penúltima reinvención», viviendo en Madrid cerca de su hija Barbara y de sus nietos. Seguía pintando con la pasión de ... siempre («yo no sé vivir sin pintar») y escapándose al Prado o los grandes museos de la ciudad con su larga barba blanca y su mirada siempre curiosa. Un cáncer ha terminado prematuramente con la vida de Juan Luis Goenaga (San Sebastián, 1950), que ha fallecido en un hospital madrileño rodeado de los suyos. Fue uno de los últimos bohemios, el artista total que vivió siempre «en artista», no como pose, sino como respuesta natural ante una vida que le desconcertaba tanto como le apasionaba. Era uno de los supervivientes de la vanguardia vasca de finales del siglo XX, una especie de Rolling Stone del arte contemporáneo, y justo ahora estaba embarcado en importantes proyectos, como una gran exposición prevista en los próximos meses en Bilbao.
Nació en Donostia, eligió vivir en Alkiza y aprendió arte de manera autodidacta en París, Barcelona o Madrid. Durante tiempo vivió como «un eremita», afincado en su viejo caserío del siglo XVI, junto a su familia. Su compañera de vida, Idoia, murió también demasiado pronto, y quedaron sus dos hijos, la actriz Barbara Goenaga («ya me he acostumbrado a que me conozcan como 'el padre de Barbara', hasta me hace ilusion») y Telmo. Los Goenaga son una saga: los padres de Juan Luis regentaban el mítico bar Aurrera, en la calle Urbieta de Donostia («algún día habrá que escribir la memoria del bar, porque fue un punto de reunión de la cultura vasca y antifranquista, pero también de futbolistas, ciclistas...», decía) y de ahí surgieron, además del pintor, talentos como la polifacética actriz, escritora y directora Aizpea Goenaga.
Aquel caserío de Alkiza, con más de 400 años de historia, era como la casa de una novela de Durrell, donde hubo temporadas que vivió con dos monos, Antoñito y Jodorowski, y refugio de animales con perros, gatos o un burro. Ahí pintó mucho y bien Juan Luis Goenaga, que atravesó distintas etapas, desde la abstracción hasta cierto figurativismo, en un arte «matérico», «orgánico», pegado a la tierra. Su primera serie 'Itzalak', es de 1972, y luego siguieron etapas que fue bautizando con nombres diversos, como 'Belarrak', 'Hari Matazak', 'Sustraiak' o 'Sorgin Kontuak'. Visitar su caserío y los terrenos que le rodeaban era una experiencia que acrecentaba la imagen del Goenaga bohemio y alternativo. Era su Goenaga Leku, o así.
Entrevistarle era un placer complicado. «A mí no me gusta hablar de mi trabajo, eso es cosa de quienes lo ven», repetía. «Si quieres quedamos para hablar como amigos y tú luego escribes lo que quieras». Y así, en largas conversaciones, uno iba descubriendo las distintas facetas de un creador que estuvo en punta en los 80, luego pasó a un plano discreto y vio en los últimos años cómo se iba recuperando su obra, con grandes exposiciones como las celebradas en la sala Kubo del Kursaal. Hasta Woody Allen quedó seducido por su trabajo y se «reconstruyó» su estudio en Aia para el rodaje de la película del neoyorquino en Gipuzkoa.
Pero Goenaga huía de las cámaras y de los focos, y por eso su última decisión, trasladarse a las afueras de Madrid, la vivió con gusto, ahora como eremita en la gran ciudad y aitona feliz. Ha sido uno de los grandes del arte vasco y sus vanguardias, un moderno de las montañas, y el tópico aquí sirve de consuelo: queda su obra, abundante y repartida en museos e importantes colecciones.
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