Cuando Mario Vargas Llosa titula su reciente ensayo sobre Benito Pérez Galdós 'La mirada quieta', se refiere a una operación de taxidermia a la que el escritor canario hubiera sometido a sus personajes, y a la realidad en la que estos se hallan «como si ... lo que narrara fuesen fotografías», sobre las cuales pudiese aplicar un juicio moral. Pues bien, a la hora de definir la gran aportación a la novela de Pío Baroja, de cuyo nacimiento ahora se cumple el 150 aniversario, habría que hablar de 'la mirada en movimiento': de un paso en el arte de contar muy similar o paralelo al que se produce entre la foto estática y el cinematógrafo. En esa movilidad de la pupila narrativa y descriptiva reside el gran salto cualitativo de la novela decimonónica a la que inaugura el siglo XX, y que Baroja encarna en el más preciso y literal sentido.
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La mirada del novelista no solo se mueve en la literatura barojiana porque siga las piruetas existenciales de sus héroes en unos parajes y unos tiempos convulsos, como es el caso de 'Zalacaín el aventurero', publicada en 1908, o como Eugenio de Aviraneta en los veintidós volúmenes que componen las 'Memorias de un hombre de acción', editadas entre 1913 y 1935. Tampoco se mueve solamente porque vaya detrás del protagonista de 'Las inquietudes de Shanti Andía' y de su tío negrero Juan de Aguirre por los mares del planeta, ni porque siga de cerca al marino Juan Galardi por el Mediterráneo en 'El laberinto de las sirenas', y a los navegantes esclavistas de 'Los pilotos de altura' o de su continuación, 'La estrella del capitán Chimista'. Podemos decir que esa mirada es móvil porque no trata de hacer posar a los personajes para el retrato moral, ni de detenerlos en la ideología para que representen el espíritu regeneracionista, el progresismo social, la pasión por la libertad o el fanatismo religioso.
Los héroes o los antihéroes de Baroja no responden a un cliché fijo, a un determinado lugar en el esquema ético, cultural o ideológico. Poco a poco, y según avanza la narración a la manera de un cañamazo, vamos descubriendo qué piensan o qué sienten, en qué creen o descreen, si es que realmente llegamos a saberlo y Baroja no nos los oculta de manera premeditada para que el lector saque sus conclusiones, como las saca ante los seres de la vida real. En este sentido, puede decirse que ese movimiento de la mirada barojiana paradójicamente se aprecia, más que en los marineros o en los hombres de acción, en las gentes de las ciudades, a las que sigue en sus peripecias sociales o callejeras y a las que retrata con su pincel impresionista, omitiendo los contornos nítidos y obvios del lápiz o la plumilla galdosianas.
En su narrativa, y especialmente en su narrativa urbana, Baroja utiliza unas técnicas novedosamente cinematográficas. Aplica un 'zoom' o un 'travelling' novelesco de acercamiento, de alejamiento o de seguimiento, en las pensiones, las calles, los extrarradios y los desahuciados descampados en los que se desarrollan las tres inolvidables novelas ('La busca', 'Mala hierba' y 'Aurora roja') que conforman el ciclo de 'La lucha por la vida'. Hay momentos en los que diríamos que el narrador lleva la cámara al hombro siguiendo al Manuel que protagoniza esas tres novelas por los oficios sucesivos que va probando; por las relaciones que va haciendo en su búsqueda de una vida más llevadera; por los andurriales neorrealistas del Madrid menestral o marginal, por los Altos de San Isidro, el Cerro de las Ánimas o el Barrio de las Injurias; los huertos del Manzanares o el Campillo de Gil Imón; por los basureros, las montañas de chatarra, los talleres sórdidos y desangelados, los huertos y los gallineros que dibuja su errático itinerario.
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Al contrario que en la española, en la tradición narrativa norteamericana siempre ha habido una novela sociológica que se ha ocupado de ir retratando a la América de cada momento, y que se ha ido renovando generacionalmente de una manera natural. F. Scott Fitzgerald supo contar en 'El gran Gatsby' la efervescencia posterior a la Primera Guerra Mundial con todos sus excesos, sus noches de jazz y sus 'flappers'. Aunque tardíamente, y en los años 90, Philip Roth contó en 'Pastoral Americana' el cambio de valores generacional de los años 60 y el derrumbe del sueño americano que él había vivido en su juventud. En 'La hoguera de las vanidades', Tom Wolfe nos mostró el Nueva York de los años ochenta con sus arrogantes ejecutivos del mundillo de la finanzas, que contrastaban con la sordidez de los barrios marginales. Y Paul Auster en 'Sunset Park' levantó acta literaria de la crisis económica de 2008, a través del fresco social de un grupo de jóvenes okupas.
Baroja constituye una excepción en la literatura española porque sintoniza perfectamente con esa tradición novelística que siempre ha encontrado un relevo cronológico en la narrativa estadounidense. Leyendo la trilogía de 'La lucha por la vida', que publicó entre 1904 y 1905, e incluso 'El árbol de la ciencia' (1911), o 'La sensualidad pervertida' (1920), nos podemos hacer una idea extraordinariamente clara de cómo era la España del primer tercio del siglo XX, con sus chulos castizos, sus golfos, sus traperos, sus serenos, sus cocheros, sus prostitutas, sus busconas fumando envueltas en mantones, sus modistillas, sus celestinas, sus castañeras, sus vendedores de puestos de café… No hay un escritor que haya retratado mejor la sociedad española en un momento de su Historia.
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Ello es debido a que su realismo no es costumbrista, y menos aún casticista. Y es que el costumbrismo es, a fin de cuentas, una falsificación del realismo, un manierismo de este, una reducción del tipo o del arquetipo al estereotipo impostado y facilón. El costumbrismo no es popular. Es una modalidad del aristocratismo que finge lo popular, lo imita de una manera hiperbólica; lo deforma y lo falsea a base de pulir el estilo, hasta la afectación provinciana o la cursilería folclórica. El costumbrismo resalta determinados rasgos y oculta otros que no interesan; hace, en fin, lo contrario que hacía Baroja. En ese estilo suyo, que se ha llamado descuidado, dejado y hasta deshilachado, reside precisamente su inmensa modernidad y su conexión con la narrativa estadounidense, con ese realismo desaliñado que deja respirar a sus personajes y que no ha creado escuela en España. A Baroja le pasa como al Unamuno de 'Niebla': que tampoco creó una escuela con la propuesta de novela filosófica que planteó en esa 'nivola'. Es decir, que su vigencia resulta paradójica. Es el gran pionero de una deseable tradición novelística que en este país no tuvo lugar, pero que merecería ser retomada por los autores de nuestro tiempo, que a menudo vuelven una y otra vez a la 'mirada quieta', cuando hacen presentismo aplicando a personajes históricos principios, ideas y valores de hoy, o incurriendo en los fijos clichés de la corrección política, esto es, fabricando personajes artificiales con una intencionalidad ideológica determinada. Ningún ser vivo encarna de forma estática y cristalizada una ideología, que la vida puede cuestionar. Puede abrazarla en algún momento o traicionarla, como hacen los personajes de Baroja que asisten a las asambleas y algaradas anarquistas de principios del siglo XX o que adoptan una falsa moralidad.
Pese a su leyenda de misógino, en buena parte fundada sobre su soltería, Baroja hoy adquiere también una justificada vigencia por el tratamiento dignificador de la mujer que hay en toda su obra. Baroja trataba a la mujer como a una igual, antes de que hubiera ministerios de Igualdad. No hay un escritor que más se tutee con el otro sexo. Sus heroínas preferidas son mujeres independientes, y muchas de sus páginas recogen diálogos deliciosos, conversaciones de un hombre con una mujer. Hay autores que, halagando a la mujer, la cosifican, la convierten en un objeto estático de deseo, vierten sobre ella la dichosa 'mirada quieta' no para buscar un símbolo moral ideológico, pero sí estético, cuando no una idealización que es una cegata proyección de sí mismos. En cambio, la mirada en movimiento de Baroja se acerca a la mujer, la interpela, no la halaga gratuitamente y no tiene inconveniente en señalar aquello que en ella no le produce precisamente admiración. En 'El laberinto de las sirenas', el capitán Andía nos ofrece una divertida descripción de una compañera de mesa en un vagón-restaurante cuando esta se dedica a sorber la pasta italiana que le han servido en su plato «en parte mordiendo y en parte sorbiendo los tubos blancos, hasta hacerlos desaparecer en su desdeñoso y aristocrático gañote».
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Esa imagen no es solo poco favorecedora sino que roza la etología. En 'La sensualidad pervertida', Luis Murguía, el protagonista, se permite una descripción de la mujer a la que ama que no es exactamente la de Dante contemplando a Beatriz Portinari: «Me fijé en que su cabeza era redonda y aplanada por la nuca. Esta braquicefalia me llamó la atención. Había leído 'El Ario', de Vacher de Lapouge, y recordaba sus teorías acerca de la inferioridad de los braquicéfalos. La braquicefalia no le impedía a Ana ser inteligente; por el contrario, la inteligencia dominaba su vida quizá demasiado, porque tenía una actitud crítica de intelectual que le fatigaba». A través de Murguía, Baroja se burla de las teorías eugenésicas y racistas de la época; ahí le sale su racionalismo de médico.
El personaje valora la inteligencia de Ana, la rusa, en esa novela, y también la de Marta, una amiga de esta, a la que, sin embargo, no tiene inconveniente en ponerle una objeción de buen conversador: «Cuando hablaba de cosas serias, yo la escuchaba con mucho gusto; cuando se dedicaba a burlarse de todo el mundo, casi me fastidiaba. Cierto que tenía ingenio, y encontraba la nota caricaturesca enseguida; pero había algo triste y mecánico en esta ingeniosidad constante». A través de Andía o de Murguía y en nombre del sentido de la igualdad, Baroja valora en la mujer el genio y el ingenio. Pero, si una de ellas es braquicéfala, Baroja lo dice. ¿No hay en esa sinceridad literaria y tan poco romántica una lección para el políticamente correcto presente?
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