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«Entré en su camerino y me quedé impresionada. Estaba aún como en trance, con su frac, solo, cansado, como si su cabeza aún estuviese ... en otro lado. Imponía una mezcla de admiración y hasta de ternura, desvalido y feliz». La trabajadora de la Quincena Musical que entró a realizar una consulta al pianista Grigory Sokolov nada más terminar su concierto del lunes en el Kursaal no olvidará ese momento. Las 900 personas que llenaron el aforo ahora permitido del auditorio también recordarán mucho tiempo la noche vivida en la penumbra bajo el influjo del músico ruso.
«Conexión en directo con un dios del Olimpo, nunca he estado tan cerca de Chopin y Rachmaninov», escribía el también pianista Joserra Senperena. «Qué bueno es», resumía escuetamente Pello Salaburu. «Sigo conmovida con el concierto al que acabo de asistir, una absoluta maravilla con seis bises que jamás olvidaremos. Tremenda emoción», aseguraba Cristina Lagé, concejal donostiarra de Turismo.
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La leyenda Sokolov continúa en Donostia. El que muchos consideran mejor pianista del mundo dejó huella en el escenario de su arte y ascetismo, un ascetismo que lleva a su vida fuera de los teatros. «Va de los auditorios al hotel, del hotel a los auditorios», dice Patrick Alfaya, director de la Quincena. Mantiene el pasaporte ruso pero vive desde hace años en una villa de Verona. Y casi siempre viaja solo, como ha ocurrido esta vez.
El diario donostiarra de Sokolov es austero, pero tiene sorpresa sentimental. Llegó el domingo, tomó posesión de su habitación en el hotel María Cristina y fue ya al Kursaal a probar el piano. Esa misma tarde actuaba en el auditorio la Joven Orquesta de Euskal Herria, y alguno de los jóvenes músicos se llevó la feliz sorpresa de toparse con el mítico pianista.
El lunes Sokolov volvió al Kursaal ya para ser protagonista. «Es muy educado, saludaba a todo el mundo, desde el afinador hasta la señora de la limpieza, y pregunta todos los detalles, como un niño. Caminó por el escenario, probó todo y ya se retiró al camerino hasta la actuación».
Lo que pasó en el concierto ya lo contó el lunes nuestra crítica, María José Cano. Auditorio casi en penumbra, un concierto deslumbrante, seis bises y un público entregado. «Él se quedó muy contento de cómo había ido todo», rememora este martes Alfaya. El director del festival también entró al camerino a felicitar al pianista. «Es un hombre de ritos. Tras el concierto suele quedarse hasta media hora en el camerino, aún vestido de frac, como 'volviendo a la tierra' después de tocar», cuenta Alfaya. «Después le acompañamos hasta el hotel. Su rutina es esa. Y ya iba vestido con uno de esos polos oscuros que siempre lleva: también es rutinario en eso».
Pero el sobrio Sokolov tenía un capricho: quería volver a ver el viejo piano Steinway del Victoria Eugenia, donde tocó hace años. Este martes, a las diez de la mañana, de la mano de Josi Abanda, responsable de producción de la Quincena Musical, se entusiasmó al descubrir con una linterna las entrañas del piano. «Es experto no solo en tocarlo, también en sus interioridades, e iba descubriendo dígitos en los entresijos del piano para saber hasta el mes de fabricación», contaba Abanda. «Ha sido un rato fascinante».
Este mismo martes partió a Santander. Deja su música. Como dice Cano, «si Yuja Wang es pirotecnia, aunque de gran calidad, Sokolov es el embrujo ascético. Hipnotiza».
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