Caminar por el Paseo Nuevo bajo la lluvia

Hace pocos años que llegué a Donostia, no la conocía. Aun así, la bulliciosa Parte Vieja, el pintoresco puerto y las verdosas montañas me aportaron la esencial circunstancia romántica que una recién llegada anhela para tomar la decisión de quedarse.

Sin embargo, las desilusiones esperan a la vuelta de la esquina, cuando el todavía hechizado viajero camina en busca de un hogar o un trabajo. Una, siendo tenaz, poco a poco va construyendo una vida sencilla. Y lo conseguirá, a veces desesperanzada. Porque vivir en una ciudad turística en pocas ocasiones tiene algo que ver con el lujo de estar de vacaciones. Y lo podría confirmar cualquier persona que haya tomado la misma decisión que yo. No la de emigrar, sino la de tener una vida independiente. Es la particularidad de toda la generación, seamos polacos, rumanos o españoles.

A mí se me olvida que soy de fuera. Lo único que me lo recuerda es cuando en la frutería en Felipe IV me preguntan si he elegido un plátano o una banana. En esos arduos momentos evoco a mi profesora de castellano, Lidia, que nos decía que eran lo mismo. Por su culpa los demás intuyen que vengo de un lugar en el cual no se le da importancia a la fruta exótica. En cualquier caso, no me disgusta ser tan poco tropical porque donde mejor me siento es en mi barrio.

Después de haber recorrido todo Amara con un carrito de bebé cuando trabajé de niñera, me conozco cada metro cuadrado y todos los columpios. Creo que a Martín le gustaban tanto como a mí. Sin duda aquel pasatiempo era más entretenido que mis mal cantadas y mal pronunciadas canciones en euskera. Puede que las nanas polacas se me dieran bastante mejor.

O es lo que prefiero pensar ahora. Pero lo dudo. Y cuando dudo si éste es un lugar para mí, elijo un día tormentoso para pasear por la Concha y recordar lo bello que es este sitio y apreciar a los que me han recibido como a una más. Porque quien camina por el Paseo Nuevo con un paraguas regalado deja de ser turista para siempre.