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Larraña Etxea es un edificio con mucha altura en el que conviven cerca de 100 personas que no se conocían previamente y que hablan varios idiomas distintos. Una especie de torre de Babel en el corazón del Gipuzkoa que se ha convertido en ... ejemplo de integración social. Hace ya un año que el Gobierno Vasco abrió en Oñati este centro de acogida para migrantes que huyeron de sus países por situaciones de persecucióno violencia y están a la espera de resolver su solicitud de asilo de la mano de CEAR, (la Comisión Española de Ayuda al Refugiado), por el que han pasado 215 personas de 36 nacionalidades diferentes. El balance revela una experiencia positiva tanto para los oñatiarras como para los usuarios, quienes se sienten acogidos por un pueblo que les ha abierto los brazos a participar dentro de sus actividades cotidianas.
La razón de ser de este recurso es la situación de desprotección en la que viven muchos migrantes que llegan a Euskadi. El tiempo de espera para poder presentar una solicitud de asilo o de protección internacional por el colapso en las comisarías de la Policía Nacional es tal que se dan citas a un año vista. Durante ese tiempo, los solicitantes sin recursos se quedan totalmente desprotegidos. Una situación que responde al hecho de que en los dos últimos años las solicitudes de asilo se han disparado en Euskadi, donde a finales del año pasado había 250 personas a la espera de resolver su petición.
Sadiku Tchanile, Togo, 27 años
Paola Noches, Colombia, 50 años
Arantza Chacón, Directora
Larraña Etxea abrió hace un año con la vocación de ser un espacio de acogida para esas personas. Aunque tiene capacidad para 100 plazas en caso de emergencia, su ocupación se mueve entre los 70 y los 85 usuarios. Al entrar se percibe la sensación de haber cogido un billete de avión a todas partes.
En el comedor la gente charla animadamente. Unos usuarios sirven la comida, otros limpian las mesas al terminar. Hay familias, parejas y personas solas. Cada una tiene una historia, un origen y un color de piel distinto, pero se sienten iguales. La palabra comunidad adquiere más sentido que nunca al observarles moverse en la que ahora es su casa.
Entre ellos están Paola y sus dos hijos Daniel y Sofía, que apenas llevan un mes viviendo en el recurso de Oñati. A simple vista, no cumplen con el perfil establecido y muchas veces prejuicioso de los migrantes que han llegado a Euskadi en los últimos tiempos, -el del joven subsahariano que llega a España por el Estrecho-. Sin embargo, como el resto de sus 'compañeros de piso', tuvieron que huir de su país obligados por una situación insostenible: Las FARC les tenían amenazados de muerte en Colombia.
Paola era abogada en su país y trabajaba en una empresa energética. Llevaba una vida acomodada, gracias a la cual sus hijos mayores podían estudiar en la universidad. No obstante, la sombra de las FARC le persiguió desde pequeña. Cuenta como una vez, siendo joven, fue sorprendida por la guerrilla en mitad de la carretera, y estuvo retenida durante 12 horas. «Vi como mataban a varias personas a mi lado», asegura.
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Aunque no fue hasta hace unos años cuando ella y su familia comenzaron a estar en el punto de mira de las FARC. Paola presenció el secuestro y asesinato de dos líderes políticos durante una reunión de trabajo y quiso denunciar los hechos. Una denuncia que no fue admitida, ya que se había alcanzado un acuerdo de paz con la guerrilla.
Ahí empezaron las amenazas. No solo a ella, también a sus hijos. El mayor tuvo que huir del país y ahora vive en Vitoria. Daniel se marchó un tiempo a Estados Unidos, pero al volver le localizaron. «Habían descubierto dónde estudiaba él y dónde vivíamos Sofía y yo. Querían matar a mis hijos, así que decidí que teníamos que marcharnos», relata Paola.
Recalaron en Vitoria, con su otro hijo, donde pudieron pasar nueve meses con sus propios medios. Pero después, y con su solicitud de protección internacional a la espera de resolverse, se vieron obligados a pedir ayuda. Así llegaron a Oñati. Reconocen que en un principio estaban preocupados tras escuchar la palabra 'albergue'. «No sabíamos qué nos íbamos a encontrar, pero en apenas un mes es un espacio que sentimos nuestro y estamos muy agradecidos. Vinimos emocionalmente golpeados y en poco tiempo hemos crecido y aprendido de las personas que viven aquí», aseguran.
De personas como Sadiku y Alhassane, que llevan 10 y 6 meses residiendo en Larraña Etxea respectivamente. El primero tiene 27 años y es de Togo, un país del que tuvo que huir obligado por un conflicto político que amenazaba con llevarle a prisión. Su periplo le llevó por numerosos países. De Ghana a Argelia o Marruecos, lugares en los que trató de encontrar un trabajo para poder ganarse la vida. En varias ocasiones fue atracado y una agresión le provocó problemas auditivos. Vagó varios días por el desierto, en una travesía en la que murieron mujeres y niños. Hasta que alguien le habló de la posibilidad de cruzar el Estrecho en patera. Llegó hasta Bilbao, donde por fin pudo contactar con su madre, quien no se creía que fuera él. «Me daba por muerto. Tuve que mandarle una foto para demostrarle que era yo», cuenta Sadiku. Ahora, en Oñati, puede hablar con ella todos los días gracias al wifi, una herramienta indispensable para todas las personas que residen allí.
Sadiku cuenta su historia en castellano, el que ha aprendido en la EPA de la localidad guipuzcoana. También le gusta el fútbol. De hecho, ha sido nombrado mejor jugador del campeonato de veteranos de Oñati. Varios chicos del recurso entrenan a diario en el campo de fútbol ubicado junto a Larraña Etxea y desde el principio el equipo del centro ha sido clave en la labor de integración de los usuarios en el pueblo. Alhassane también juega. Este joven que ahora tiene 19 años salió de su país, Guinea Conakry, cuando tenía 16. Y lo hizo solo, después de años muy duros en los que asesinaron a su padre, a una de sus mujeres y a su hermano, y en los que su madre perdió la memoria. Deja claro que antes de todo aquello, tenía una vida que no quería abandonar.
Como todos los que como él dejan sus hogares siendo unos críos, el camino no fue fácil. Casi pierde la visión de un ojo, aunque fue operado en el Hospital de Basurto al llegar a Euskadi y ahora puede ver «un poquito». Sorprende su nivel de castellano en apenas unos meses. «Quería poder comunicarme con la gente de aquí», porque ahora son su familia. En Guinea ya no le queda nadie. Todos coinciden en que «después de huir de nuestros países, Oñati nos da dado mucho más de lo que esperábamos».
Desde el principio el pueblo de Oñati ha sido el reflejo de la tolerancia y la convivencia. La apertura del centro movilizó a los vecinos, quienes facilitaron ropa para los recién llegados. Arantza Chacón, directora de Larraña-Etxea, asegura que los oñatiarras han sido «una pieza clave en el proceso de integración de estas personas en el pueblo». Pueden ir a la EPA, ayudan en el ropero y en el banco de alimentos, realizan encuentros con alumnos de la ESO para que practiquen francés...
Chacón cuenta que el objetivo de CEAR era crear un centro «humano, en el que la gente se sintiese acogida, como en casa». La empatía y la solidaridad son una constante, por las cuales se crean lazos fuertes, sin importar las nacionalidades. «Larraña-Etxea es al fin y al cabo un espacio en el que reivindicar los derechos de las personas refugiadas desde lo cotidiano», opina Chacón.
Para ello asegura que los residentes en el centro «son activos en su propio proceso de integración». La familia de colombianos es buen ejemplo de ello. Paola está realizando un curso de formación de gestión de asociaciones, ya que le gustaría crear una para fomentar «el emprendimiento y los estudios en los migrantes que llegan aquí. Porque mucha gente tiene conocimientos que aquí no le son reconocidos, y eso crea mucha frustración», asegura. Su hijo Daniel espera poder matricularse en Psicología en Donostia para poder seguir los estudios que empezó en Colombia y Sofía está sacándose la ESO. «Estamos en plena reconstrucción, y agradecemos tener esta oportunidad».
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