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En 1644, la vida de una joven de 22 años dio un giro inesperado cuando descubrió que estaba embarazada. Tal vez, en otras circunstancias, habría recibido la noticia con agrado; sin embargo, no fue así, pues arrastraba dos inconvenientes: era pobre y soltera. Por lo tanto, el anuncio cayó sobre ella como una auténtica desgracia.
Esa joven se llamaba María Bautista de Aguirre y se ganaba la vida como empleada del hogar en Tolosa. Cuando su jornada laboral se lo permitía, quedaba con un joven que resultó ser menos honesto de lo que ella pensaba. De hecho, al informarle del embarazo, el padre de la criatura le confesó su intención de casarse. Ahora bien, la elegida no sería ella, sino otra mujer que había conocido. Al fin y al cabo, la dote que María Bautista le podía ofrecer no era más que un arcón con ropa de cama, es decir, algo poco suculento. Además, el joven le aseguró que no se haría cargo ni de ella ni del bebé, puesto que su futura esposa no vería con buenos ojos esa manutención.
María Bautista podría haber denunciado a su pareja ante las autoridades eclesiásticas. En caso de acudir a los tribunales, es probable que un juez hubiera ordenado al padre de la criatura a pasarle un pensión alimenticia o a casarse con ella. Sin embargo, María Bautista optó por no acusarlo. Tal vez, no lo denunció porque el sueldo de criada no le alcanzaba para cubrir los honorarios de un abogado y un notario. Quizás, el golpe que había recibido le había arrebatado la capacidad de luchar contra una injusticia.
Ante la negativa del padre a reconocer a la criatura, María Bautista tenía dos opciones: abortar de forma clandestina, pues la interrupción voluntaria del embarazo estaba prohibida; o seguir adelante y asumir ella sola la responsabilidad del bebé. Finamente, eligió la segunda posibilidad. No obstante, esta decisión suponía perder su puesto de trabajo, pues la familia a la que servía preferiría evitar cualquier rumor. En cuanto los tolosarras se enteraran del embarazo, enseguida especularían sobre la identidad el padre de la criatura, y las sospechas recaerían en algún miembro de la familia.
De manera que la joven comunicó la situación a sus empleadores, les pidió su último sueldo, recogió los pocos enseres que tenía y regresó a Zaldibia, su localidad natal. Con suerte, allí tendría el apoyo de algunas amigas o, incluso, a pesar de la deshonra, de algún familiar.
En Zaldibia, María Bautista encontró trabajo de hilandera, un oficio femenino de gran importancia en la cadena de producción textil. Las hilanderas, como María Bautista, no solo contribuían a la creación de materiales textiles para la vestimenta de las personas, sino que también desempeñaban un papel fundamental en la preservación de las técnicas tradicionales de tejido.
Mientras María Bautista trabajaba con la rueca, coincidió con otras hilanderas que se encontraban en una situación parecida a la suya. Varias de ellas eran madres solteras que, gracias al manejo del huso, ganaban un sueldo con el que sacar adelante a sus criaturas. Una de ellas, Bárbara de Aguirre había tenido tres hijos con uno de los clérigos de la iglesia de Zaldibia. Otra, María de Albisu, aunque nunca llegó a casarse con el padre de su dos hijos, se consideraba viuda, pues hacía unos años que su pareja había muerto. Otras, en cambio, como María de Mendiola, que tenía dos hijos y estaba embarazada de un tercero, mantenía su pareja.
Si en el taller, estas mujeres convertían con destreza la lana y el lino en hilos finos y resistentes, en el exterior tejían historias de resistencia para afrontar el estigma de ser consideradas «malas mujeres» por ser madres solteras. Sus vidas eran un gran telar donde entrelazar los hilos para lograr desafiar los prejuicios sociales y las adversidades de su tiempo.
Tras dar a luz, María Bautista compaginó la lactancia con el oficio de hilandera. Parar de trabajar implicaba dejar de tener ingresos y por lo tanto, tener una mala alimentación, es decir, no administrarle las vitaminas y proteínas necesarias a su bebé para el desarrollo. A pesar de los esfuerzos, el bebé falleció al cumplir el octavo mes.
Esta tragedia no sorprendió a las demás compañeras hilanderas. La mortandad infantil era una experiencia trágica mucho más común de lo que se deseaba. La falta de acceso a cuidados médicos, la desnutrición, y las condiciones de vida contribuyeron a que muchas criaturas no sobrepasaran el año. De hecho, recientemente, también había fallecido el bebé de otra de las hilanderas.
Una vez más, la mañana del 4 de junio de 1646, la vida de María Bautista volvió a dar un giro. Ese día, un pregonero recorrió las calles y la plaza de Zaldibia para anunciar que las madres solteras debían acudir ante el alcalde. Se les acusaba de vivir amancebadas y dar mal ejemplo a la sociedad. El pregonero fue nombrando las mujeres señaladas en la denuncia. Entre ellas estaba María Bautista y otras cinco hilanderas. Sin embargo, el listado no terminó con ellas, sino que continuó con otras 4 madres solteras, todas ellas labradoras. Las diez mujeres debían presentarse en el plazo de tres días.
El 7 de junio, las acusadas tuvieron que dejar a sus hijos pequeños al cuidado de una tercera persona; dos de ellas tenían bebés en periodo de lactancia. Ninguna de estas mujeres sabía cuándo regresaría a casa, pues, según el pregón, las autoridades querían celebrar un juicio para castigarlas por vivir amancebadas.
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Aunque sabían que el castigo era la cárcel y el pago de un multa, estas mujeres decidieron acudir ante el alcalde. No tenían muchas otras posibilidades, pues huir no entraba dentro de sus planes: sin dinero y con hijos a cargo no podrían ir muy lejos. Además, todas ellas eran de Zaldibia, allí era donde tenían su hogar, las familias y amistades, así que marcharse significaba desarraigarse de su tierra.
La denuncia era un tanto incomprensible, ya que la situación de estas mujeres no era ninguna novedad. La mayoría de ellas tenían hijos de entre once y tres años, de manera que la realidad de sus vidas era de dominio público en Zaldibia. Sin embargo, aquel mes de junio alguien quiso presentar una denunciar. Aunque las causas que lo empujaron a hacerlo permanecen ocultos, suele haber oscuros motivos detrás de este tipo de acusaciones.
Nada más presentarse ante el alcalde, las autoridades encerraron a las mujeres en la cárcel y comenzaron el interrogatorio. Cada una de ellas dijo su nombre, apellido, profesión, número de hijos que tenía y quién era el padre de las criaturas. A medida que declaraban, un escribano fue tomando nota en un documento.
A pesar de que las autoridades sabían dónde localizar a los hombres que habían tenido relaciones sexuales con ellas, no fueron en busca de ninguno de ellos. La culpa del delito de amancebamiento recaía únicamente en las mujeres, en todo caso, a los hombres se les impondría una multa para que sirviera de ejemplo ante la comunidad, pero ninguno sería encarcelado. Y es que la Justicia se repartía de forma desigual entre mujeres y hombres.
Después de cuatro días, la situación de las mujeres encarceladas comenzaba a ser insostenible. Primero porque tenían sus hijos a cargo de otra persona y, probablemente, las que estaban amamantando sufrían un gran dolor en los pechos. Segundo porque al no trabajar, no ingresaban y, por lo tanto, no podían pagar el alquiler de sus casas, los cuidados de su hijos y los gastos de manutención de la cárcel, pues las comidas no eran gratis.
Finalmente, el 10 de junio, el alcalde accedió a liberarlas a cambio de una fianza. Por suerte, algunas de las parejas de las mujeres proporcionaron el dinero necesario. Ahora bien, la liberación no las eximía de pagar la multa por haber sido acusadas de amancebamiento. Tampoco se librarían de las miradas acusadoras de la comunidad, del dolor de haber recordado a los hijos perdidos y la humillación de haber sido abandonadas por sus parejas.
A pesar de los desafíos, María Bautista y sus compañeras continuaron su labor de tejer y labrar, esforzándose por reparar los descosidos que dejaba el telar de las desigualdades entre hombres y mujeres.
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