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En Gipuzkoa es obligatoria la vacunación contra la rabia de los más de 110.000 perros que se estima hay en el territorio. El Gobierno Vasco tomó la medida en 2022 ante el aumento de casos en el mundo que hacían peligrar la situación también en Euskadi, donde esta erradicada la enfermedad viral zoonótica, conocida desde hace más de cinco mil años y de gran importancia para la salud pública. Durante siglos ha estado presente en la historia de los guipuzcoanos con sucesos tristes como el vivido por 'Manueltxo'. El caso de este niño parece sacado de la novela 'Cien años de Soledad', del maestro del realismo mágico latinoamericano y premio Nobel Gabriel García Márquez, aunque muchas veces la realidad supera a la ficción.
Se llamaba José Manuel Sarasola, pero todos sus vecinos le llamaban cariñosamente 'Manueltxo', y vivía en un caserío de Asteasu. En julio de 1889 le mordió un perro rabioso. En la localidad se habían producido muchos casos desde hacía décadas, por lo que en 1867 el Ayuntamiento ya ordenó que todos los canes de la localidad fueran encerrados por sus dueños en sus casas al menos durante 40 días. Además, dispuso que todos los que merodearan por las calles fueran abatidos de inmediato y enterrados a mucha profundidad. Asimismo, mantuvo que las personas afectadas fueran atendidas por los médicos en el plazo de tiempo mencionado anteriormente, y recibieran los medicamentos que aconsejara la ciencia.
El estado de salud de 'Manueltxo' fue empeorando progresivamente. Padecía miedo al agua (hidrofobia), que es el síntoma de la rabia más común, además de babeo, dolor de cabeza, convulsiones, mucha sensibilidad en el sitio donde fue atacado, cambios en el estado de ánimo, náuseas y vómitos, pérdida de la sensibilidad en una zona del cuerpo y de la función muscular, fiebre, entumecimiento y hormigueo, inquietud, dificultad para tragar y alucinaciones.
Ante la gravedad de la situación sus familiares no sabían cómo actuar y el médico de Asteasu se veía impotente a la hora de diseñar un tratamiento adecuado. Ante la conmoción que había en el municipio por el caso y para evitar que cundiera un pánico colectivo, el Ayuntamiento y la Diputación decidieron el traslado inmediato del pequeño al ya prestigioso Instituto Pasteur, en París. Ambas instituciones acordaron sufragar todos los gastos a medias.
Optaron por la vía más lejana y no la más cercana, si se tiene en cuenta que desde 1887 se encontraba en Barcelona el primer Instituto Antirrábico de España, fundado por el también afamado doctor Jaume Ferrán y Clúa. Es de justicia destacar que ante el elevado número de personas que eran mordidas por perros hidrófobos a finales de ese siglo la institución foral decidió que sufragaría una parte de los gastos derivados por el viaje, alojamiento y tratamiento en esos dos centros sanitarios a enfermos muy graves pertenecientes a familias sin recursos económicos.
En Gipuzkoa ya se sabía que el 6 de julio de 1885 se había producido el histórico descubrimiento del científico francés Louis Pasteur. Este aplicó una vacuna de la rabia a un niño de 9 años llamado Joseph Meister. El pequeño había sido mordido catorce veces por un perro rabioso y el ya prestigioso médico consiguió salvarle la vida. Acudían tantos enfermos que su sencillo laboratorio de la rué Ulm se quedó pequeño, al igual que el anexo en la calle Vauquelin, por lo que decidió fundar un establecimiento modelo sin recurrir al Estado, con la ayuda de donativos y de suscripciones internacionales. Así nació lo que aún hoy en día se conoce como Instituto Pasteur, y sobre el que enseguida llegaron noticias a Gipuzkoa. En este sentido, el Ayuntamiento de San Sebastián aprobó el 25 de julio de 1886 una aportación de 1.000 pesetas. Además, el conocido político donostiarra Vicente Laffite Obineta (1859-1944) realizó prácticas en ese centro tras finalizar sus estudios de Ciencias Físicas y Químicas.
Volviendo al tema que nos ocupa, 'Manueltxo', el pequeño ingresó en ese centro parisino ya en muy mal estado. Recibió un tratamiento basado en la vacuna contra la rabia, pero todo fue en vano. Falleció un mes después, a finales de agosto, desahuciado por Dios y la medicina.
Hasta la prensa de Madrid se hizo eco de la triste noticia. «Ha tenido, por desgracia, desdichado fin el pobre niño que fue mordido en Asteasu (Guipuzcoa) por un perro rabioso en el mes de Julio último, a pesar de que había sido llevado poco después de herido al instituto Pastear, establecido en París. Ha muerto en medio de terribles accesos de locura que le habían convertido en una verdadera fiera. Por esta vez, al menos, el sistema curativo del eminente Pasteur no ha tenido resultado, por desgracia». La lectura de esta información produce un escalofrío interno. Uno no puede más que apiadarse por el alma de 'Manueltxo' solo de pensar en los terribles sufrimientos que debió padecer el niño en las horas previas a su deceso. Y todo a miles de kilómetros de su hogar, rodeado de personas desconocidas con batas blancas que no le quitaban ojo y se comunicaban en un idioma extraño para él.
El escritor Bernardo Atxaga siempre ha destacado la importancia del entorno rural en el que creció, en su Asteasu natal, para su mundo literario. El autor de 'Obabakoak', un referente del realismo mágico vasco, ha recopilado durante años interesantes historias de su localidad narradas por sus vecinos de mayor edad. En el caso de 'Manueltxo' el escritor, que precisamente leyó 'Cien años de Soledad' con 19 años convaleciente de una pleuresía que le mantuvo en la cama casi tres meses, relata lo siguiente: «Ocurrió en el barrio alto de Asteasu, donde está la iglesia y la casa en la que, sucesivamente, vivieron el general carlista Lizarraga y el sacerdote y escritor en lengua vasca Juan Bautista Aguirre. Un hombre que arreglaba la puerta de una cabaña me detuvo al pasar y me dijo: «¿Ves este agujero?». Había, efectivamente, un agujero en la base de aquella puerta. «¿Sabes para que hicieron esto?», añadió. «¿Para que pasara el gato?», respondí, por decir algo. El hombre sonrió. Sabía que yo era aficionado a escribir y que me gustaba escuchar las historias de la gente. «Encerraron aquí a un niño que se llamaba Manueltxo, porque le mordió un perro rabioso y él también se volvió perro. Cuando sentía que alguien se acercaba por el camino, se ponía a ladrar y a aullar. Así, hasta que murió». «Entonces, ¿el agujero?». «Era para la comida. Venía su madre dos veces al día y le metía la comida por ahí. Con cuidado de que no le mordiera». Ha admitido que «nunca pude olvidar la historia, y cuando escribí el cuento titulado Camilo Lizardi, en el que un niño parece haberse transformado en jabalí, pensaba sobre todo en aquel Manueltxo que se había vuelto perro».
Tal vez la familia del pequeño 'Manueltxo' nunca perdió la esperanza, conocedora de la experiencia de un grupo de niños de San Sebastián ese mismo año. La fría mañana del 16 de enero apareció el cadáver de un perro callejero en la capital. La teoría de los vecinos era que había muerto como consecuencia de la rabia, y que previamente había mordido a otros canes y a ocho niños en los alrededores del monasterio de San Bartolomé.
El director del Laboratorio Químico Municipal de San Sebastián, el doctor César Chicote y del Riego, investigó el caso y descubrió que el perro, negro, de gran tamaño y raza indefinida, pertenecía a un caserío cercano. El veterinario municipal, Fermín Echeveste Altuna, le informó de que el animal tenía un comportamiento inusualmente agresivo, lo que obligó a su dueño a atarlo, aunque, desgraciadamente se había soltado. En la necropsia practicada se comprobó la presencia de trozos de madera y otras materias indigestibles en el estómago, lo que indujo a pensar en la muerte por hidrofobia.
Confirmada la sospecha, el doctor Chicote y del Riego, farmacéutico, higienista, especializado en problemas de alimentación y bacteriología, propuso al entonces alcalde de San Sebastián, Gil Larrauri, que se enviara a los niños mordidos al Instituto Pasteur. El ayuntamiento aprobó hacerse cargo de los gastos y dos días después los pequeños, de entre dos y siete años, viajaron a París, bajo la supervisión del facultativo. Junto a ellos viajaron dos madres, una con dominio del francés y un padre, que era ordenanza municipal. Por desgracia, el hijo de este último enfermó de difteria, fue ingresado en el hospital parisiense del Niño Jesús y falleció el 8 de febrero. Dos días antes el resto de los menores habían regresado a San Sebastián totalmente curados en el primitivo e histórico Laboratorio de la calle de Ulm, de donde pasó al actual Instituto de la calle Dutot unos días después de comenzado el tratamiento. El doctor Chicote y del Riego presentó en el ayuntamiento una nota en la que indicaba que se habían invertido 3.367,98 pesetas, en viajes y gastos de estancia. El tratamiento fue gratuito para las familias de los niños. Además, la mitad de la minuta la abonó la Diputación.
No fueron los únicos guipuzcoanos que viajaron en 1889 a París para someterse al innovador tratamiento del doctor Pasteur. Así, el mes de noviembre el Ayuntamiento de Tolosa autorizó al médico titular de la localidad, Ramón Rufino Aldasoro, a que acompañará a la capital francesa a dos vecinos que habían sido mordidos por un perro hidrófobo.
Hasta la llegada de la vacuna contra la rabia del doctor Pasteur en Gipuzkoa se recurría a prácticas y remedios de todo tipo. Así, según se puede leer en el Atlas Etnografico de Vasconia en Oiartzun los vecinos creían que «cuando un perro bebía sangre humana se volvía rabioso; también que los perros que tenían espolones, 'ezproiak', no se ponían rabiosos aunque les mordiese otro perro con esta enfermedad». En Astigarraga una teoría era que «se sabe que es contagiosa de manera que el que ha sido mordido por un perro y se torna rabioso muerde a otras personas contagiándoles el mal. Pero el síntoma inequívoco que denota que la persona mordida ha contraído la enfermedad es que cuando se contempla en la superficie del agua no ve su imagen reflejada, sino la del perro que le mordió». En Oñati «se vigilaba al perro para ver si moría, señal de que tenía la rabia. Cuentan que entonces la persona que había sido mordida también fallecía». En Hondarribia se contaba que «en cierto caserío contrajo la rabia un hombre y como se volvió loco lo encerraron en la ganbara o desván. Al cabo de varios días dejó de hacer ruido y todos pensaron que había muerto. Pero su sorpresa fue mayúscula cuando lo encontraron completamente sanado. Sólo echaron en falta una ristra de ajos que había allí colgada; gracias a su consumo se había curado». Hay testimonios similares como esto último también en Zerain y en Aduna.
Por otra parte, era muy importante la figura del saludador. Tenía por oficio la misión de saludar a personas y ganados previniéndoles del contagio o curando los efectos de la rabia. Era retribuido por los ayuntamientos mediante partidas anuales y lograron crear aureola de popularidad.
Se decía que el saludador tenía que ser el séptimo hijo varón seguido de una misma familia; esta última condición no era muy estricta. Así, en Bizkaia se pensaba que también la séptima hija, de una serie de varones, podía serlo. En ambos casos nacían con una cruz debajo del paladar o de la lengua. La parte fundamental de su intervención en la cura de la rabia consistía en la intensa succión de la herida y su cicatrización por el aceite hirviendo, que retenía en la boca y proyectaba con fuerza sobre ella.
Volviendo a Bernardo Atxaga esto es lo que escribe sobre este tema: «Un día cayó en mis manos el libro donde Mikela Elizegi contaba la vida de su padre, el bertsolari -improvisador de estrofas- 'Pello Errota', fallecido en 1919. En uno de los capítulos hablaba precisamente de los perros rabiosos -'zakur amorratuak'- y de los curanderos a quienes denominaban salutatore: »Es una cosa bien extraña, y sin embargo cierta -contaba-. Si en una casa nacen siete hijos seguidos, el séptimo sera salutatore y tendrá poder contra los perros rabiosos. Suelen tener una cruz en la lengua. Unos la tienen encima y otros debajo. El que vino donde mi prima Anttoni y le quito todo el dolor y todo lo malo de la enfermedad la tenía encima«. Añadía después que, tras haber sido tratada por el salutatore, aquella prima suya se pasaba los días cantando una cancioncilla cómica que, traducida, vendría a decir: »Si bebo vino me emborracho, si fumo en pipa me mareo; cortejar me da vergüenza; no sé cómo demonios viviré...«.
Como se señala en el Atlas de Etnografía de Vasconia, el saludador no lograba sanar a todos sus pacientes. Una vez que una persona había contraído la hidrofobia se decía que no tenía curación y que moría irremediablemente. Además se aseguraba que la agonía era espantosa. Como quiera que el afectado se mostraba agresivo con sus semejantes era costumbre en tiempos pasados, cuando no se podía aplicar ningún tratamiento, encerrarlo en un recinto del que no pudiese huir, hasta que muriese.
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Amaia Núñez
Patricia Rodríguez e Izania Ollo | San Sebastián
José Mari López e Ion M. Taus | San Sebastián
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