«Salí de prisión y no sabía ni andar en línea recta»
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Exreclusos que conviven en un piso compartido de la entidad cuentan la dificultad de reaprender a vivir. Los recursos de reinserción tienen lista de esperaHe estado un tercio de mi vida en la cárcel. Cuando sales de prisión te sientes desconectado. Te encuentras en un mundo desconocido donde los coches casi vuelan». Jon (nombre ficticio) terminó su condena en marzo de 2020 tras 18 años bajo rejas. Y tras recuperar la libertad, el mundo se sumió en una pandemia y un confinamiento. «El primer reto está en solucionar la documentación, buscar un techo y un trabajo», señala. Su puesta en libertad fue «un problemón», pues tenía que poner en regla todos sus papales y documentos con las oficinas cerradas. «Tienes que pedir el subsidio de excarcelación, el DNI, el empadronamiento, y en aquel momento todo tenía que ser vía online. Yo estaba discapacitado completamente. Cuando entré en prisión los móviles no tenían ni cámara y no había visto un smartphone en mi vida. Era una cosa extrañísima», recuerda. Gracias al acompañamiento de la asociación Arrats pudo solventar toda la traba burocrática digitalizada junto con otra serie de retos.
Con el programa de 'Pisos de Incorporación Social' de esta agrupación que ofrece apoyo a personas y sus familiares en situaciones de exclusión y vulnerabilidad social, Jon accedió a un techo bajo el que dormir durante todo su proceso de inserción en la sociedad. Así, durante un año, el exrecluso ha convivido en Irun con otros cinco compañeros en su misma situación (los entrevistados en este reportaje no especificaron sus delitos y responden a un nombre ficticio para preservar su anonimato).
35 personass fueron atendidas en los pisos de inserción social de la Asociación Arrats en 2020.
500 personas aproximadamente han pasado por este programa de inserción desde 2009.
2 años es la estancia máxima permitida en estos pisos, la media es de un año.
Desde 2009, Arrats tiene un convenio con la Diputación Foral de Gipuzkoa para poner en marcha pisos de acogida que «posibilitan a personas cumpliendo condena el acceso a los permisos penitenciarios, obtención de la libertad condicional y la inclusión social tras la salida definitiva de prisión».
A día de hoy disponen de tres pisos —con 15 plazas en total— ubicados en Gipuzkoa. Si bien la estancia máxima es de dos años, la permanencia media es de un año o un año y medio. Amaia Agirregabiria, coordinadora del programa, advierte que «la incorporación social sigue siendo una de las grandes dificultades del mundo penitenciario. A estas personas les cuesta mucho reiniciarse al nuevo sistema. En prisión estás totalmente dirigido, no tienes que tomar decisiones, qué me pongo, qué como o adónde voy. Y cuando sales tienes que ser una persona autónoma nuevamente».
Durante el año pasado, Arrats atendió a 9 mujeres y 26 hombres y ahora tienen todas sus plazas ocupadas. Calculan que desde su inicio en 2009 «fácilmente habrán pasado unas 500 personas» por este programa.
Otro de los grandes retos a los que la población con experiencia penitenciaria se enfrenta es encontrar trabajo. «Cuando ven tu currículum te preguntan dónde has estado o qué has hecho durante todos esos años vacíos que coinciden con tu pena», explica Jon, quien lamenta el estigma que sufren todos los que viven su situación a la hora de probar suerte en el ámbito laboral.
Eso no es todo. Incluso en las pequeñas acciones de la rutina encuentran un tortuoso proceso de readaptación. Mikel, uno de los cinco compañeros de piso de Jon, recuerda que a su puesta en libertad, el 26 de marzo, cosas tan sencillas como «andar en línea recta en las aceras o moverte en la ciudad» le resultaba costoso. Este guipuzcoano recuerda sentirse «abrumado y perdido» en mitad de Irun. «Un día salí a dar un paseo y me paré en seco en mitad de la acera. En la cárcel estaba acostumbrado a caminar en círculos por el patio», recuerda. Como anécdota, Jon cuenta que un día «me paré en un paso de cebra frente a un semáforo en rojo y se puso cinco veces en verde y yo sin dar un paso». El ritmo acelerado y caótico de la urbe chocaba con la rutina de la cárcel donde los días pasan mientras «haces fila para todo, para comer, para salir al patio, para ir al baño».
El reto de Iñigo, quien aún cumple condena y pronto volverá a la cárcel, está siendo «quitarme el escudo que te pones en la cárcel». El preso se refiere a un escudo de protección tan metafórico como real. En los centros penitenciarios, los reclusos adquieren un código de comportamiento interno con conductas adquiridas por el medio. En este sentido, la coordinadora de Arrats explica que «permanecen 24 horas en tensión porque están en un medio agresivo y cuando salen tienen unas conductas defensivas que tienen que cambiar». Así, «aprendes a estar en alerta siempre y a resolver los problemas a golpes o a imponerte, pero fuera tienes que calmarte, respirar y tener paciencia», explica Iñigo.
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Si bien cada uno tiene sus retos particulares fuera de las rejas, todos comparten algo en común: las pequeñas cosas que les emocionaron de nuevo en libertad. Mencionan desde «una sonrisa, una cara amable, una flor, un niño, un anciano» hasta «el verde de las montañas o los olores». Pequeñas cosas que despiertan su lado más humano.
Desde Arrats lamentan que «hay un concepto de la prisión equivocado en la sociedad» por el que la gente busca únicamente el castigo para el preso, es decir, «que lo paguen». Y el director de Arrats, José María Larrañaga, añade que «yo siempre digo 'hasta que te toque'». En su opinión, «el perfil del preso ha cambiado. La mayoría de la población reclusa actual está ahí por delitos menores de salud pública o problemas de salud mental. Problemas que se deberían trabajar fuera».
El pasado día 1, el Gobierno Vasco adquirió las competencias penitenciarias. Así, «el nuevo modelo penitenciario plantea esta corriente», es decir, un modelo basado en un concepto de reinserción en el que prima la educación y la implicación de la labor del trabajador social.
Desde la asociación vasca alegan que «falta visión» de las cárceles como centros de reinserción. Larrañaga considera que «si de verdad se plantease así, se invertiría mucho más en reeducación e inserción y no tanto en seguridad y funcionalidad de vigilancia, que es donde se va el dinero. Faltan educadores y trabajadores sociales» para armar el nuevo modelo. La realidad actual, lamenta, es que «no interesa mejorar la situación de las cárceles», que son concebidas como «la alfombra bajo la que meter las sobras defectuosas de la sociedad». Jon, por su parte, también se muestra diáfano: «Falta factor humano en las cárceles».
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