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Peru llegó un día a casa, se metió en la cama y se echó a llorar sin consuelo. «No veía escapatoria y exploté. No ... tenía sentido seguir viviendo. Prefería estar muerto», se sincera este joven de 20 años, vecino de Zubieta. Expone su relato sin dramas ni reparos a la hora de hablar sobre la salud mental, sobre quién es y qué esperaban los demás que fuera; unas expectativas, prejuicios y autoexigencia que le llevaron a un lugar sin retorno. «No veía salida». En un punto de consciencia, pidió ayuda profesional y esa agarradera le sacó del «pozo» a tiempo.
Tardó en verbalizarlo pero ahora se siente preparado para compartir su historia si con ello puede ayudar a personas que están pasando por una situación similar y hacerles ver que no están solas. Lo hará hoy en las jornadas 'Dolugelan. Suicidio y adolescencia', organizadas por Bidegin (la asociación de apoyo al duelo y enfermedad grave avanzada de Gipuzkoa) en colaboración con Donostiako Berritzegunea y San Telmo Museoa en el marco del Día Mundial de la Salud Mental que se celebra mañana. El aumento de casos de depresión, ansiedad, trastornos compulsivos o ideaciones suicidas desde que estalló la pandemia preocupan a los expertos en salud mental, que ponen el foco en los más jóvenes.
Suicidio y adolescencia Jornada sobre el suicidio adolescente. Asistencia abierta previa inscripción. Plazas disponibles.
Día y lugar Hoy, en San Telmo de Donostia. De 9.15 h a 14.00 h (también en directo vía web) y de 16.00 a 19.30 h.
En el caso de Peru Aranburu, el «querer ser lo que el entorno me exigía me hizo hundirme hasta lo más hondo». Los juicios sobre quién podía llegar a ser en la vida, la autoexigencia en los estudios, los errores y las oportunidades perdidas fueron cargando una mochila demasiado pesada. «Siempre he sido un poco estricto conmigo mismo. Todo empezó en 3º de la ESO. Tenía una presión por sacarme la carrera, porque si no qué iba a ser de mi vida, iba a acabar malviviendo, sin poder llegar a fin de mes... Te invaden esas ideas y entras en un pozo. Además, ¿cómo iba a decirles a mis padres que la carrera que estaba estudiando no era lo mío? ¿Y después? ¿Me iba a ir de un lado sin saber a dónde? La incertidumbre era total y veía que mis padres no me tomaban tan en serio. Eso me consumía por dentro. Mis amigos no estaban para hablar de sentimientos y mis hermanos mayores no vivían en casa ya. Al final dejé de ser yo y de ahí no pude salir para adelante», cuenta este joven, a quien el hecho de «no poder compartir las cosas, no ver apoyos» le hizo sentirse «muy solo. Sentía un vacío sin fin que no sabía cómo llenar». Entró en un laberinto «sin escapatoria. Me encontraba muy mal, con mucho estrés. Me comprometía con muchas cosas con las que no me sentía a gusto», explica Peru a una edad –19 años– en la que la inestabilidad emocional propia de esa etapa vital tampoco le ayudó a poner en orden sus ideas. «Los pensamientos que se me pasaban por la cabeza eran todos malos. Solo tienes miedo, estás aterrorizado. Mi pregunta era '¿qué voy a hacer ahora?' Sí pensé alguna vez en tomar pastillas... Cualquier adolescente ha tenido una mala racha de estrés y de decir vaya mierda de vida. El temor me invadía. Me planteé escribir una carta pero no llegué a hacerlo. Dije: 'algo cambiará'. Eso es lo que me ataba. Pero nada cambiaba».
El detonante de aquella angustia existencial fue un examen de inglés que no consiguió superar. «Me presentaba a la prueba del First. Para mí era muy importante y en ese momento exploté. Mis padres vinieron a mi cuarto y llorando les dije: 'no me hacéis ni caso. Me da igual todo, Magisterio, el inglés... ¡Si no sé lo que quiero hacer con mi vida! No soy feliz, estoy muy perdido y completamente hundido'». Salieron de él unas verdades que llevaba muy dentro. «Les dije que no quería seguir viviendo y que si estaba vivo era porque no les quería hacer daño», cuenta este joven, que asegura que le «daba lo mismo estar vivo o muerto». No le dio miedo pensar en ello, más bien tristeza. «Me apenaba, porque me decía: 'igual se acaba aquí, qué pena que no haya conseguido darle la vuelta y no haya aprovechado otras cosas. Pero no tenía sentido seguir viviendo». Al menos no así.
Hasta que encontró «una luz» y consiguió salir a la superficie. «El día que exploté fue el momento. Tenía que ir al psicólogo ya. Así que empecé con las sesiones y cambió mucho mi perspectiva sobre la vida, mis juicios. Empecé a hacer mi persona como me gusta a mí», explica Peru, convencido de la necesidad de «acercar la salud mental a todo el mundo y pedir ayuda experta si alguien lo está pasando mal».
Reconoce que «cuando estaba en ese estado, si no hubiera ido a un psicólogo habría seguido en ese bucle de tormento, de agobio» del que se veía incapaz de alejarse él solo. «Lo siguiente habría sido empezar a tener las ideas suicidas y decidir cómo acabar con esto».
Sin embargo, optó por gritar auxilio y ponerse en manos de un profesional. Hasta entonces no había hablado con nadie sobre cómo se sentía, sobre qué le pasaba por la cabeza durante horas encerrado en su habitación, sobre cuánto echaba de menos poder sincerarse con alguien y sentirse apoyado. «Yo no se lo comenté a nadie, ni a mis amigos ni a mis padres y todo eso me consumió por dentro. Pero no es su culpa. No fui capaz de expresar cómo era yo. Ellos estaban preocupados porque me vieron mal; lo entendieron a medias».
Después de varias charlas con su psicólogo afirma que «ha madurado. Cambié completamente, hasta de carrera. Ahora estudio robótica. ¡Qué reconfortante es sentirse bien con uno mismo! Hay que trabajar la salud mental y cuidarse». Este joven quiere desterrar la idea de que «al psicólogo no va solo la gente que toma antidepresivos. Es como cuando vas al médico si te duele la tripa, esto es lo mismo. Me han ayudado a pararme a pensar, a cambiar los esquemas de la cabeza y a sentir las cosas que yo quiero. Estoy bien».
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