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Ha pasado una semana desde que la ceremonia de los Óscar quedara resumida al bofetón más comentado del último siglo. Un golpe dirigido por Will Smith hacia el presentador de la gala, el humorista Chris Rock, después de que este hiciera un inoportuno chiste sobre ... la alopecia que sufre Jada Pinkett, la mujer del actor.
Las imágenes se han repetido en bucle y las teorías, comentarios y juicios al respecto han ocupado cualquier conversación a lo largo de los últimos días. Desde aquellos que juzgan como inadmisible la violenta actuación del actor, hasta los que tildan su comportamiento como merecido tras la agresión verbal a su mujer o los que defienden que salvaguardar el honor es algo que concierne a la persona afectada y que la intervención de Smith fue una especie de tutelaje arcaico e injustificable.
Pero lo que impulso a Will Smith a levantarse de su butaca e irrumpir en el escenario no fue una acción casual, ni un marcaje patriarcal sobre su esposa. Cambiemos la perspectiva. No es fácil para una familia convivir con una enfermedad física o mental y su realidad es una incognita para el resto: el dolor, el curso de la enfermedad, el sufrimiento, la aceptación. La imagen impoluta que llega al público de la postal familiar no cristaliza la rutina que vive en su esfera más íntima -solo de puertas para dentro sus protagonistas conocen las batallas con las que lidian día tras día-. El humor en estos casos nunca debería cruzar esa línea, jactarse de la enfermedad, momento en el que se convierte en crueldad. Dudo mucho que alguien pueda asegurar no haber actuado en la misma sintonía que el actor, por lo menos alguien que haya presenciado la enfermedad en las distancias cortas, en su círculo familiar. Quizá sin violencia -jamás justificada- pero sí con la misma rotundidad y firmeza. Quién no perdería cualquier atisbo de razón si a pocos metros bromean de forma lesiva e inoportuna con la enfermedad de su pareja -padre, hijo, hermano o ser querido-. Quién pararía y respiraría en vez de actuar de forma impulsiva si disparan una burla hiriente a viva voz con una audiencia mundial como testigo. Quién acaso podría controlar ese nervio, esa pulsión y protección por encima de cualquier protocolo o norma social.
Es fundamental condenar una agresión física, pero también la potencia de una agresión verbal, las balas de humillación que se lanzaron a quemarropa en el Teatro Dolby de los Ángeles ante una enfermedad que no es una elección. Una guantazo invisible del que Jada Pinkett tardará en recuperarse, probablemente más de lo que le costará a Chris Rock superar el golpe que ha condenado mundialmente al actor. Todos podríamos haber sido Jada Pinkett. Y también Will Smith, un jaguar que se lanza a defender a la persona que acompaña día a día mientras es testigo de su enfermedad.
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