La Real salía sin Silva y Juan Román Riquelme dejó el Villarreal hace 14 años. Con esas destacadísimas ausencias, era inevitable que el partido se entregara a la velocidad. Que es un concepto resbaladizo. Hay jugadores que corren tanto que no tienen tiempo ... de pensar. Mikel Oyarzabal no conoce ese problema. Corre, piensa y ataca. Corre, piensa y manda. Solo para cuando tiene que marcar penaltis.
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Fue la única concesión a la pausa en un partido de Champions marcado por la intensidad y el juego vertical. Es decir, con grave riesgo para los jugadores de ser atropellados. Un examen de pantalón largo para los jóvenes, que notaron el nivel pero mantuvieron el tipo. No es poco. Barrenetxea, el más veloz de todos ellos, lo intentó a menudo. A Guevara, Roberto López y Aihen les tocó sobre todo resistir.
El partido fue de Champions, por intensidad y por gusto europeo. A este lado del Atlántico, Riquelme solo fue comprendido en el Villarreal. El chileno Pellegrini lo hizo. Soltaba a Román en la banda izquierda, desprovisto de obligaciones. Desde allí observaba el partido. En ataque, organizaba saliendo desde esa esquina y en defensa no molestaba al resto. El equilibrio imposible, perfecto. El Villarreal casi gana la Liga de Campeones jugando así.
Riquelme fue el ultimo 10 de la escuela rioplatense, una de las grandes. Aquellos enganches, centrocampistas clásicos, de pausa, de autoridad casi absoluta. El entrenador ordenaba y ellos hacían lo que les daba la gana. Lo que devuelve el debate a lo resbaladizo del concepto velocidad.
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Los jugadores más rápidos no son los que corren más, sino los que aclaran el juego. Xabi Alonso era el caso paradigmático. Su pie derecho acortaba el tiempo y el espacio. La zurda de Javi de Pedro aceleraba el fútbol, lo mismo que hacen el primer toque de Griezmann y la disección del juego de Silva cuando el espacio y el tiempo tienden a cero.
Oyarzabal también tiene esa virtud de sacar al partido de su recorrido lineal y obligar a que se juegue en el escalón superior. En los 25 minutos que pasaron entre el gol del Villarreal y el empate el eibartarra dio una exhibición de fútbol y de liderazgo.
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Fue una clase maestra para los jóvenes y un aviso para los aficionados realistas de lo que se avecina. Fútbol de verdad. Barrenetxea, Roberto López –que jugó los 90 minutos– y Aihen Muñoz mantuvieron el tipo en un ambiente hostil. Lo mismo se puede decir de Ander Guevara, bien arropado por Merino, centrocampista total, de ida y vuelta, europeo, antagónico a Riquelme.
El argentino, hoy en labores de dirigente, no entiende que los jóvenes prefieran jugar a videojuegos o las redes sociales que ver partidos. «A nosotros no nos interesaba mostrar que paseábamos con el perro», dijo una vez con esa mezcla de indiferencia y pereza infinita con la que se manejaba fuera del campo, y que tan nervioso ponía a sus entrenadores europeos.
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Cuando el partido, en la segunda parte, se convirtió en un toma y daca sin contemplaciones pero también sin matices no había nadie que dejase de correr para pararse a pensar. Fue un buen partido de competición europea.
El partido se jugó sobre el nuevo césped, instalado en Anoeta después de que el anterior provocara las quejas de los futbolistas y técnicos de la Real por su mal estado. Imanol achacó a eso algunas lesiones que sufrieron varios jugadores, como Gorosabel.
El césped aguantó sin problemas, después de tres semanas de trabajo para efectuar el cambio. El jueves se disputa un nuevo partido, el de la quinta jornada de la fase de grupos de la Europa League contra el Rijeka, lo que ofrece una nueva oportunidad para calibrar el éxito de la sustitución de los tepes.
Desde la construcción de la nueva cubierta de Anoeta, más cerrada, la hierba sufre más que antiguamente porque recibe menos luz del sol.
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