Icono. Sala de los zapatos, en Auschwitz I. Sergio García

La huella

El vestigio ·

Miles de personas visitan a diario el campo de exterminio, convertido en un museo temático del horror

Sábado, 25 de enero 2020, 11:57

Al Bloque 11 de Auschwitz Uno le llamaban 'el de la muerte'. No significa eso que el resto fueran balnearios, pero su cometido y la brutalidad aquí empleada rara vez eran sinónimo de segundas oportunidades. Los calabozos del sótano son un catálogo de enfermizos sistemas ... con que quebrar la voluntad del ser humano: habitáculos minúsculos donde se hacinaban cuatro prisioneros, obligados durante días a permanecer de pie; otros sin luz ni apenas aire; celdas de castigo donde las palizas eran moneda corriente... Los visitantes caminan despacio pero sin pausa, la vista clavada en el pequeño altar que ocupa la mazmorra del Padre Kolbe, el franciscano polaco que se prestó a morir en lugar de otro prisionero. La penumbra obra el efecto de ensombrecer el ánimo. Cuando uno vuelve a la superficie y observa la luz del sol colarse entre las ramas de los abedules, deja escapar un suspiro de alivio.

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Auschwitz es un monumento al terror, pero sobre todo al esfuerzo inhumano, cruel y metódico por destruir la dignidad y como tal fue declarado por la Unesco en 1979 Patrimonio Mundial. Quien se acerca hasta allí lo hace desde la cercana Cracovia, una de las pocas ciudades que sobrevivieron sin un rasguño a los bombardeos de la guerra y refugio de una de las comunidades judías más florecientes de Centroeuropa, ahora diezmada. El realizador Roman Polanski creció en el gueto, el mismo que Amon Göth se encargó de borrar del mapa con entusiasmo mesiánico. En la calle Jozefinska el empresario Oskar Schindler reclutaba mano de obra esclava antes de sufrir una epifanía que años más tarde Steven Spielberg llevaría a la pantalla y al Knéset israelí a nombrarle 'Justo entre las Naciones'.

Una hora separa este escenario de Auschwitz. Cada mañana, largas colas de turistas zigzaguean a la entrada del campo de concentración pertrechados con cámaras y libros guía; un flujo incesante que decenas de autobuses se encargan de alimentar conforme pasan las horas. Todos saben lo que les espera. Los barracones, las vallas electrificadas, el alambre de espino, la plaza de armas, la verja de entrada que corona el mensaje falsamente esperanzador de 'Arbeit macht frei' forman parte del imaginario popular que lleva 75 años alimentando el cine y la literatura.

El 'tour' del horror se sucede como en oleadas: estudiantes, mochileros, familias que arrastran a trompicones el cochecito del niño sobre la grava, grupos de jubilados, judíos llegados de alguna yeshiva a orillas del Mar de Galilea... Al rincón donde tocaba la orquesta que recibía a los presidiarios al ritmo de marchas militares le sucede la horca donde se hacían las ejecuciones públicas, todo a la vista de edificios macizos de ladrillo rojo donde se hacinaban los prisioneros. Los retratos cubren los pasillos a los que se asoman dormitorios y aseos miserables, donde cualquier atisbo de intimidad brilla por su ausencia.

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Auschwitz es un monumento al esfuerzo, cruel y metódico, por destruir la dignidad

Objetos personales

Quizá sea en el Bloque 5 donde la magnitud de la tragedia comienza a revelarse con toda su crudeza. Allí se suceden las salas que conservan los objetos expoliados por los nazis a los prisioneros recién llegados. Habitaciones donde se amontonan gafas, mantas para la oración, aparatos ortopédicos, maletas, brochas de afeitado, cepillos de dientes, ropa de niños, zapatos... Los hay por cientos, por miles. Un cartel prohíbe tomar fotos en una sala oscura donde una cristalera de pared a pared contiene cientos de kilos de pelo, ensortijado como vellones de una esquila terrorífica. Al otro lado de la valla, una chimenea pone automáticamente en guardia a todo el mundo. Debajo están los hornos y la cámara de gas donde se mató a conciencia durante más de un año hasta que los nazis decidieron trasladar su laboratorio a Birkenau. Las paredes desnudas guardan ecos terribles, un eco negro al que conviene no abandonarse.

No hay lugar para la esperanza. Junto al ya mencionado Bloque 11 está la enfermería, cuya sola mención eriza la piel. Aquí murieron miles de inocentes, enfermos y embarazadas, mediante una inyección de fenol en el corazón, en un intento desesperado por abrir espacio en un campo que encogía a ojos vista y donde los prisioneros vivían amontonados. Desde la ventana se ve el paredón donde durante cinco años se llevaron a cabo las ejecuciones, ahora una explanada encajonada entre muros de ladrillo en la que los turistas se fotografían sin aspavientos. Se oye cantar a los pájaros. De hecho, es lo único que se escucha.

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Birkenau se levanta a poco más de tres kilómetros. El portalón al que van a morir las vías del tren oculta a la vista una explanada gigantesca, donde solo permanecen en pie los 'stalags' de madera situados a la izquierda. El resto, donde se hacinaban los hombres, fue desmantelado después de la guerra por los propios polacos, enfrentados a uno de los peores inviernos que se recuerdan. En medio, la 'judenrampen', la plataforma donde se detenían los convoyes, escenario de una primera selección que separaba a las familias, iniciando los más débiles el camino a las cuatro cámaras de gas y los hornos crematorios. Un millón de personas se calcula que murieron aquí a un ritmo galopante entre la primavera de 1943 y el final de la guerra, cuando los nazis volaron todas las instalaciones en un intento desesperado por borrar las huellas del horror. Confiaban en que las cenizas no dejaran huella.

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