La vida de Aitor Vilariño se desvaneció, al menos tal y como la conocía, hace nueve días, cuando la gota fría arrasó su pueblo, Benetússer, y los que se hallan a varios kilómetros a la redonda. «Ya no queda nada», se lamenta este joven ... pasaitarra de 31 años que desde hace algo más de un lustro reside en Valencia y que nos ha abierto las puertas de su vivienda antes de que fuera ingresado en un hospital por la herida y una posible infección que sufrió en la pierna cuando bajó a la calle a ayudar a sus vecinos.
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Aitor se trasladó allí para estudiar la carrera de nutrición y el destino quiso que en la terreta conociera a su pareja, Sara, con la que tiene un hijo de un año, Ibai. «Vaya premonición», comenta después de todo lo sucedido en la provincia de Valencia. Ibai cumplió un año y seguirá cumpliendo muchos más gracias a su padre, que hizo lo imposible para protegerle. «A mí me daba igual morirme, pero no podía permitir que mi hijo corriera la misma suerte, quería que siguiera viviendo», transmite emocionado y con la voz quebrada en el salón de su casa, donde una foto suya con su pareja y su hijo y un cuadro con el nombre Ibai presiden una estantería.
La fatídica tarde del martes 29 de octubre Aitor se encontraba en su domicilio de Benetússer, un municipio que limita con Valencia, Alfafar y Paiporta, cuando minutos antes de las ocho de la tarde su calle se convirtió literalmente en un río. «Me asomé a la ventana de mi casa y no podía creer lo que estaba viendo. Solo había agua, pero no llovía. Cada vez bajaba más agua y con más fuerza. Entraba un mar. Llegó a cubrir tres metros de altura. La riada se llevó a un hombre que pedía auxilio agarrado a una señal de tráfico y a una niña de unos 11 años que trataba de entrar por una ventana», con cuya madre se cruzó horas después. La mujer tenía la mirada perdida y le preguntó si había visto a su hija. «Solo le pude dar un abrazo».
La corriente comenzó a empujar a su paso todo tipo de vehículos, incluso los de gran tonelaje. «Un camión atravesó la parte baja de mi edificio. Entró por una fachada y salió por la contraria. Mi miedo era que la casa no aguantara y se viniera abajo», explica Aitor, quien en ese momento se encontraba en su domicilio junto a su bebé y su padre, que había viajado desde Pasaia para pasar unos días con ellos. La situación era crítica y sabía que debía actuar cuanto antes, «porque yo no tenía ni idea de lo que estaba pasando, no sabía de dónde venía tanta agua, nadie nos había avisado».
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Vio que «cada vez más coches chocaban contra el inmueble, así que cogí a mi hijo, subí hasta el último piso, cogí la escalera de acceso al tejado y rompí la trampilla», recorrido que recreamos junto a Aitor. Una vez alcanzado el tejado, al que se accede pasando por un espacio en el que es imposible subir con una mochila en la espalda dada sus escasas dimensiones, la vista es aterradora. A un lado, en dirección oeste, se ve Paiporta a lo lejos y entremedias un terreno completamente embarrado. «Imaginaos un mar impactando contra mi edificio, con varios metros de altura de agua e incluso remolinos». Solo imaginárselo da miedo. Al otro lado, al este mirando en dirección a la costa mediterránea, se puede ver una larga calle que atraviesa Benetússer y que está llena de barro, basura y coches destrozados.
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Con un cuidado que en una situación de terror como la de aquella noche no da tiempo a tener en cuenta, se puede caminar por el tejado del edificio y, después de hacer un giro en forma de 'L', es posible acceder a otro bloque de edificios de construcción más reciente tras superar un pequeño muro. «El mío tiene casi 100 años».
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Repite que «no sabía cuánto iba a seguir subiendo el agua. Mi barrio era un mar y todo alrededor también. Conseguí dejar al niño con unos vecinos en una de las terrazas por las que pasé». En su huida, Aitor vació una caja llena de juguetes y se la llevó con él. Cuando recuerda el motivo rompe a llorar. «No sabía lo que pasaba. Pensé que si se derrumbaba el edificio por los coches que habían atravesado la planta baja, podía meter a Ibai en la caja para que así tuviera al menos una oportunidad».
Sara, su pareja, volvía de camino a casa en su vehículo y él trató de advertirle de que no continuara la marcha por el peligro que corría. Sin embargo, la comunicación se cortó. Los móviles habían perdido toda cobertura. Se reencontraron a las dos y media de la madrugada, cuando ese mar ya se había reducido considerablemente.
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Una vez que supo que toda su familia se encontraba a salvo, se resistió a quedarse sin hacer nada. «Me dije a mí mismo: la gente me necesita. Sabía que habría vecinos en el barrio atrapados en coches y casas, así que cogí una mochila, herramientas y cuerdas y me pasé la madrugada recorriendo las calles. Fue lo primero que me salió hacer como vecino y ciudadano. Estuve con un chico colombiano y sacamos a una mujer de un portal en el que la puerta se había quedado atascada por el agua. Otros vagaban como zombis. Estaban en estado de shock. Era un escenario más propio de una guerra». La marea no había bajado del todo y uno no sabía –y a veces sigue sin saber– dónde pisaba, razón por la que se hizo un corte encima del tobillo que más de una semana después le sigue dando guerra. «Después de estar con vosotros me voy a ir a urgencias porque el riesgo de infección es muy alto aquí». Horas después nos cuenta que ha tenido que ser ingresado en el hospital y que «a uno le han tenido que amputar la pierna y otro está en la UCI por casos parecidos».
Si todo lo narrado hasta ahora no fuera poco, las horas posteriores a la DANA «fueron lo peor». Según explica, «hacia las seis de la mañana ya no quedaba agua por las calles, pero estuvimos veinticuatro horas incomunicados. No vino nadie. Ni ambulancias ni policía ni bomberos, nadie. La gente estaba muerta en la calle. También había personas agonizando, como un hombre con hipotermia, y estábamos solos».
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La incomunicación reinaba y los bulos comenzaron a circular, como el de que la presa iba a explotar y que se acercaba otra gran riada. Ante la incertidumbre, Aitor, su padre y Sara se fueron andando hasta la ciudad de Valencia, con dos bolsas y el pequeño Ibai en brazos. «Pasaban coches, hicimos autostop y nadie nos acercó a la ciudad». Tuvieron que recorrer varios kilómetros a pie y una vez en la ciudad, intacta por la DANA y donde la vida seguía siendo la misma de siempre, «pudimos enterarnos de qué estaba pasando».
Actualmente se ha trasladado a vivir a Buñol con su familia. Nueve días después, Aitor Vilariño no oculta su enfado por lo que han sufrido él y otros vecinos de Valencia. «Esto ha sido una masacre y nos han dejado abandonados», denuncia. No entiende cómo los mensajes alertando de la DANA no llegaron hasta pasadas las ocho de la tarde, cuando su barrio y otros muchos ya estaban inundados.
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Aitor comienza a pensar en su futuro, sustentado por su trabajo de entrenador personal que puede realizar de manera online, por lo que es autónomo. «No necesitamos una ayuda económica ni de comida como tal, estábamos ahorrando para comprar otra casa y estamos tirando de ese dinero. El gran problema al que nos enfrentamos ahora mismo es que nuestras vidas han desaparecido. Se lo he explicado a varias personas de mi barrio de Trintxerpe. Les intento hacer ver que esto es como si desaparecieran todos los pueblos y barrios: Trintxerpe, Pasai San Pedro, Bidebieta, Intxaurrondo, Altza... Imagina que todo desaparece en varios kilómetros a la redonda y solo queda Donostia. Mi vida literalmente ha desaparecido, esto no lo debería vivir nadie», subraya.
En medio de la tragedia y de los sentimientos de rabia e impotencia entre los que se debate, hay un mensaje positivo que no duda en destacar: «La lección de solidaridad que está dando la sociedad y sobre todo los jóvenes, que se están dejando la piel en ayudar al pueblo. La tragedia nos ha impactado a todos y la gente ha ayudado independientemente de su nacionalidad, color e ideología. Me emociona ver cómo hay tantas personas ayudando desde el primer momento. Es algo que, cuando pase todo esto, no se puede olvidar. La labor de los voluntarios está siendo muy importante y hay que reconocerla. Si no se hace, corremos el peligro de que, en una próxima tragedia, no se movilicen como están haciendo ahora», concluye.
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