
Mucho más que una diva
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Mucho más que una diva
Viernes, 28 de Marzo 2025, 10:57h
Tiempo de lectura: 8 min
Cuando Adelina Patti vino al mundo en una modesta casa de huéspedes de la calle Fuencarral de Madrid no se oyó el llanto desolador de un bebé, sino un do agudo. Nadie imaginaba esa fría mañana de febrero de 1843 que aquella niña sería la voz del siglo, la voz que enmudecería al mundo con sus trinos, sus gorjeos y sus matices aterciopelados, pero también con sus excentricidades, su escandalosa vida privada, sus brotes de divismo y su talento incontestable para los negocios que la convirtió en la soprano mejor pagada del mundo de la ópera.
La Patti fue la mujer más fotografiada de la segunda mitad del siglo XIX, la cantante más grande de la historia según Verdi, la voz del paraíso en palabras de Rossini, la soprano favorita de la reina Victoria. Oscar Wilde la inmortalizó en su novela El retrato de Dorian Grey, Tolstói la exaltó en las páginas de Ana Karenina y Émile Zola quiso ensalzarla en su obra Nana. «Me mienten porque me aman y me aman porque me admiran», presumía.
Nadie estaba libre del influjo de la diva rebelde, indómita y prodigiosa, ni las lavanderas de Madrid que la vitorearon durante un paseo por la ciudad –días antes de que un tornado arrasara la capital en mayo de 1886 y sembrara de muertos el Lavadero Imperial– ni el zar Alejandro II, que le escribió un poema de amor después de escucharla cantar en el Palacio de Invierno, despertando los celos de la zarina. No fue el único; el príncipe de Gales, futuro rey Eduardo VII, se obsesionó con ella (muchos le adjudicaron un romance clandestino con la Patti), el presidente estadounidense Abraham Lincoln lloraba de emoción al escucharla, y el aclamado ilustrador Gustave Doré amenazó con suicidarse si su amor por ella no era correspondido.
La reina Isabel II de España y la emperatriz de Francia Eugenia de Montijo la convirtieron en su confidente, refiriéndose a ella como «mi compatriota», y Gaston Leroux se inspiró en Adelina Patti para el personaje de Carlotta en El fantasma de la ópera, la diva egocéntrica, poderosa y estricta frente a la siempre encantadora Christine. Su voz fue el mejor pasaporte para lidiar con el escándalo que sus tres matrimonios supusieron en plena era victoriana y las continuas polémicas por su alto caché en una época convulsa socialmente, que la hizo sufrir un atentado en un teatro de San Francisco.
Los rumores persiguieron a Adelina Patti tanto como las leyendas. Su madre, la soprano Caterina Barilli, se puso de parto durante su temporada lírica en Madrid, pero no dio a luz en el escenario del Teatro Circo como algunos aseguraron ni entonó la ópera Norma durante las contracciones. La Patti no se molestó en desmentir aquella leyenda, como tampoco refutó la que aseguraba que comía un sándwich de doce lenguas de canarios para conservar su portentosa voz; prefirió seguir el consejo de su amigo Frederick Worth, el modisto favorito de la aristocracia europea: «Deja que hablen de ti, bien o mal. Lo importante es que tu nombre aparezca en titulares y tu teatro se llene. No hay publicidad más barata ni más efectiva».
La pequeña Adelina se habituó pronto al continuo escrutinio de la prensa. A los 8 años dejó de cantar ante sus muñecas en su habitación para debutar en el teatro Niblo's Garden de Nueva York, en Broadway, como niña prodigio del bel canto. Su padre, el tenor siciliano Salvatore Patti, tuvo que subirla a una mesa para que el público pudiera verla. En sus primeros años de carrera siempre aparecía en el escenario vestida de rosa, peinada con dos largas trenzas y abrazada a su muñeca Henriette.
Su progenitor y su cuñado, el pianista Maurice Strakosch, llevaban su carrera, acompañándola en las giras y deshaciéndose de los admiradores que amenazaban con distraer a la joven de su verdadero objetivo: convertirse en reina de la canción. A pesar del proverbio italiano que Salvatore le recordaba a diario, «quien va despacio llega seguro; quien va seguro llega lejos», Adelina tenía prisa por comerse el mundo, y Estados Unidos pronto se le quedó pequeño.
Su madrina, la contralto Marietta Alboni, le dio dos consejos para reinar en la ópera: triunfar en Europa y ser tan respetada como temida en los despachos de los empresarios teatrales defendiendo su caché. «Son hombres. Muchos verán en tu condición de mujer una excusa para retribuirte menos. No lo permitas, que sepan quién es Adelina Patti. Si quieren a la mejor voz, tendrán que pagarla».
No tardó en triunfar en los principales teatros de ópera de Europa. El primero fue el Covent Garden de Londres, el 14 de mayo de 1861, con 18 años, interpretando La sonnambula. Charles Dickens dejó constancia de su éxito: «Nacida en Madrid, de ascendencia italiana y educada en América, la Patti se apoderó de su audiencia con una repentina victoria que difícilmente tiene precedentes».
No había coliseo de ópera que no conquistara la Patti: La Scala de Milán, el Bolshói de Moscú, el Teatro Imperial de San Petersburgo, el Metropolitan de Nueva York, la Ópera de París… A medida que su nombre aumentaba de tamaño en los carteles, las críticas elogiosas engrosaban los periódicos y su caché se centuplicaba, su fama se extendía por todo el mundo, especialmente por las cortes europeas. Fue en la corte francesa del soberano Napoleón III donde Adelina cambió su destino.
Allí conoció al marqués de Caux, caballerizo del emperador, con fama de seductor, crápula y amante de mujeres aristócratas, cuanto más casadas, mejor. Los dos se enamoraron de una ilusión: él, del dinero de la Patti; ella, de la posibilidad de entrar en la corte parisina. El enlace suscitó mucha controversia: si la diva quería formar parte de la comitiva real, tendría que dejar los escenarios. Al final, fue él quien abandonó el palacio de Tullerías, aceptando un severo contrato prematrimonial que pretendía salvaguardar la fortuna de la Patti y convirtiéndose en su representante.
La sombra de la traición se cernió sobre el matrimonio cuando el marqués de Caux recibió unos anónimos advirtiéndole de la infidelidad de su mujer con un compañero de reparto, el tenor francés Ernesto Nicolini. El engañado esposo solo tuvo que contar los besos de más que la pareja se prodigaba en la escena del balcón de la ópera Romeo y Julieta para confirmar sus sospechas. La separación fue un escándalo mediático, con acusaciones de maltrato por parte de ella, amenazas del marqués de meterla en la cárcel por adúltera, un divorcio que le costó a la Patti la mitad de su patrimonio y el temor de que la polémica afectara a su fama. Pero el público siguió llenando los teatros y sus admiradores continuaron besando el felpudo de su casa y desenganchando los caballos de su carruaje para ser ellos los que la llevaran a su hotel.
Liberada de su primer marido, se casó con el tenor en el castillo Craig-y-Nos que la diva había adquirido en Gales, la primera residencia particular en tener electricidad, donde construyó un teatro a semejanza de La Scala de Milán con un telón con su imagen representando a Semiramide. No sería su último matrimonio: seis meses después de la muerte de Nicolini, contrajo nupcias con el barón Rolf Cederström, veintisiete años más joven, al que conoció en una clínica londinense donde acudió a tratarse su dolencia reumática. Era 1899, a puertas de un siglo XX que empezaba con el ocaso del reinado de la soberana británica, pero no con el de la Patti, que a pesar de su edad seguía conservando la belleza de su voz y de su rostro, ya que aparentaba veinte años menos. Fue precursora en prestar su nombre y su imagen para anunciar diversos productos, desde la famosa crema rosada Adelina Patti, que prometía «un cutis sin granos, suave y con el brillo aterciopelado de la juventud», hasta habanos, pasando por su cacao favorito, Van Houten.
Adelina Patti gestionaba personalmente sus contratos, en los que incluía una cláusula que le permitía ausentarse de los ensayos, así como los plazos de cobro: si no recibía el dinero antes de que empezara la función, no cantaba. En una ocasión, un empresario se retrasó en el pago y le abonó únicamente la mitad del caché. La Patti se calzó un solo zapato. «Cuando me traiga usted lo que falta, me pondré el otro. Hasta entonces, no espere que salga al escenario».
La fama de buena negociadora hizo que enseñara a su papagayo favorito, Jumbo, a decir «más dinero» cada vez que un empresario entraba en la sala. Cuando un promotor, escandalizado por su alto salario, argumentó que el presidente de Estados Unidos no cobraba tanto dinero, ella le respondió: «Pues pídale al presidente que cante». El sueldo de la diva daba tanto que hablar que los periódicos contrataron a matemáticos para diseccionar sus ganancias. Tras actuar en el Teatro Real de Madrid, Benito Pérez Galdós escribió un artículo que tituló «Cada compás, cincuenta duros», justificando el alto caché, en consonancia con el precio de las entradas: «Oír a la Patti en la ópera La sonnambula es como escuchar a santa Cecilia junto a su órgano buscando a Dios en la armonía».
Rechazó escribir un libro sobre su vida. «Una diva no debe dejar memorias, solo un legado». La mujer más famosa de la segunda mitad del siglo XIX falleció el 27 de septiembre de 1919 en su castillo. Hoy, es el castillo más embrujado de Gales, donde aseguran haber visto al fantasma de Adelina. Murió la diva, pero nacía la leyenda de la Patti, la soprano que cerró bocas, acalló voces y enmudeció al mundo.