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Hilario y Rebeca muestran orgullosos la tarta de pera, el postre estrella del restaurante.. FOTOS LOBO ALTUNA
Cierre del restaurante

Zuberoa de cerca: Entre salsas, cremas y adioses

El restaurante de los hermanos Arbelaitz vive sus últimos días con una actividad frenética. Sus fogones no dan abasto, lo mismo que sus teléfonos, que no dejan de sonar

Javier Guillenea

San Sebastián

Domingo, 23 de octubre 2022, 07:50

Un hombre barre con suma paciencia el exterior del restaurante Zuberoa. Aunque no lo parezca, es otoño y la carretera frente al viejo caserío familiar está llena de hojas doradas. El acceso tiene que estar pulcro y despejado para cuando aparezcan los primeros clientes.

Llega una furgoneta blanca que aparca ante la casa. Cuando el conductor abre la puerta trasera, se puede ver que en el interior apenas hay mercancía, solo la justa. El repartidor descarga dos cajas con bogavantes que traslada a la cocina y se marcha. Poco antes ha venido otro proveedor que trae el marisco necesario para los raviolis de cigala al fumet de trufas y las cigalas crujientes, tocineta ahumada, espárragos verdes y berza trufada.

Es media mañana y dos sonidos acompañan las primeras horas del día en el Zuberoa. Uno, el de siempre, es el ruido de los pucheros donde Hilario Arbelaitz prepara con cuidado las salsas, caldos y cremas que servirán de base para los platos. El otro, bastante más reciente, es el del incesante runrún de los teléfonos, que no dejan de sonar desde que se supo que los tres hermanos Arbelaitz –Hilario, Eusebio y Joxe Mari–, cerrarán definitivamente las puertas del restaurante el 31 de diciembre. Y en este caso, decir incesante quiere decir exactamente eso.

No hay descanso posible. Las llamadas no cesan en todo el día. Llama un matrimonio de Canarias que quiere ver cumplido su sueño de venir a Donostia la víspera de San Sebastián y cenar en el restaurante. El Covid-19 les impidió hacerlo en su momento y ahora que no hay pandemia todas las mesas del restaurante están ocupadas hasta el día final. La pareja recibe la noticia como un mazazo.

Es viernes. Hilario ha llegado al restaurante a las 8.30 de la mañana. «Ayer me acosté a la una y media de la madrugada. Estuve hasta el último cliente», dice. En cuanto ha aparecido, ha empezado a preparar las bases para los platos, entre los que destaca el especial de la jornada, que varía en cada ocasión. «Hoy toca ajoarriero con fumé de trufas», explica Hilario.

A domicilio

A lo largo de la mañana no han dejado de aparecer furgonetas de reparto que aparcan frente al caserío y descargan su mercancía. «Después de tantos años, ahora compramos por teléfono. Tenemos proveedores fijos que llevan toda la vida trabajando con nosotros y ya saben lo que nos gusta. Si traen algo que no nos convence, se dan la vuelta». Las cigalas vienen de tres lugares diferentes, el bacalao llega de Bilbao y la carne proviene de dos carnicerías. «Hoy hemos traído diez kilos de cigalas para las crujientes y otros doce para los raviolis. También han llegado cien erizos», afirma Hilario.

Otra llamada de teléfono. Es un cliente habitual. «Lleva tres días llamándome pero no he tenido tiempo para atenderle», dice Hilario, que al fin accede a coger el auricular. «Quizá haya alguna anulación. Por la amistad que tenemos haré lo posible, pero va a ser muy difícil», responde a su interlocutor. «He dicho que no a miles de personas. El otro día llamaron de la Academia vasca de Gastronomía y también fue imposible».

Paciencia

Hilario se encarga de las salsas, sopas y purés, que elabora lentamente, sin ninguna prisa

Llega el momento de entrar en la cocina, en la que trabajan once personas distribuidas en diferentes partidas y zonas. Están la del aperitivo, la del menú degustación, la del pescado, la de la carne, la de la repostería... Son las once y media y todos están enfrascados en su tarea para que todo esté preparado para las 13.30, que es cuando empiezan a llegar los primeros clientes.

Pasan los minutos y en la cocina se obra una transformación. Es como si todos los sentidos hubieran dejado de funcionar salvo el del olfato. En los fogones y pucheros del Zuberoa los olores se mezclan como en un parque temático de perfumes culinarios. Huele a la berza con puré de oliva que Hilario cubre con cuidado con puré de patatas y que servirá de guarnición para el foie-gras salteado en caldo de garbanzos, berza y panes fritos. Huele a las manitas de ternera que Uxio, uno de los cocineros, quema con un soplete para dejarlas preparadas para el día siguiente. Y huele a las tejas de avellana que prepara Karen.

La cocina del Zuberoa se ve invadida por los aromas del pan que trae David en una bandeja, del cordero que se asa lentamente en un horno y de la tarta de pera, el postre estrella de la casa, que muestra orgullosa Rebeca junto con una tarta de queso que tiembla como si bailara. Son olores que se mezclan con los de los pucheros en los que medran a fuego lento el caldo para la paella, las pochas, la salsa de ajoarriero, la salsa para las manitas y la salsa de soja para las pochas. «El ruido de pucheros es lo que yo conocí con mi madre», dice Hilario.

La danza de la cocina

Son las doce y cuarto, la hora de la comida para la plantilla del restaurante. Hoy toca lentejas, espaguetis con salsa de perejil y lomo adobado que cada uno va cogiendo mientras Hilario remueve una crema de nécora. «Lo mejor de la comida es estar sentado un momento», confiesa uno de los cocineros. Es un instante de calma antes de que llegue el momento de la verdad, la hora en la que comiencen a llegar los comensales y el tiempo se acelere en la cocina.

«Una vez vinieron de una televisión a hacer un reportaje y el cámara salió de la cocina porque no aguantaba la tensión que se vivía dentro. En el momento del servicio es increíble», explica Hilario. Es a partir de las 13.30 cuando comienza «un ballet» en el que cada danzarín tiene que marcar su posición con advertencias como 'kontuz', 'ojo atrás' o 'voy', mientras desde una esquina el chef ejerce de jefe de orquesta que supervisa todos y cada uno de los platos.

Aromas

En la cocina es como si todos los sentidos hubieran dejado de funcionar salvo el olfato

«Lo primero que me dijeron cuando llegué es que no se grita ni se corre, que hay que andar rápido. Intentamos que la tensión de la cocina no llegue a la sala», recuerda Jaione, que está preparando las mesas. Los primeros clientes no tardan en aparecer. A las seis de la tarde el restaurante se vacía y comienzan los preparativos para la cena. A las 20.30 volverá a llenarse hasta la una de la mañana, cuando el Zuberoa pueda descansar. Al marcharse, muchos clientes se sacan una foto con Hilario y se despiden de él. «Algunos vienen, aunque saben que no hay mesa, nos dan un abrazo y se van», dice Hilario. Y el teléfono suena de nuevo.

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